A primera hora, recibí unos wasaps de Ricky: «Lo siento, Sandra. Emoji guiñando el ojo». A continuación: «Es que hoy, de buena mañana tenía que una reunión muy importante en el Ayuntamiento. Necesitaba descansar. Se me olvidó decírtelo y luego no quise despertarte. Carita de pena y a continuación tres rosas y un corazón». Y para terminar «Te llamo mañana. Un carita besucona y otro corazón, esta vez latiendo».

Recordaba como en una bruma lo acontecido la noche anterior: mi apatía durante la cena; mi extrañamiento mientras hacíamos el amor; la inmensa sensación de alivio que me invadió cuando se marchó de casa. Y aun así las dudas volvieron de nuevo. Aquel hombre me servía la vida en bandeja de plata. Sin embargo, por alguna razón que no acertaba a entender por más que me sorbía los sesos, no terminaba de ser feliz con él. Me sentía como una ingrata que no sabía corresponder a los dones recibidos, al mismo tiempo que me daba cuenta de que aquello no tenía nada más que una salida. Pero en el fondo de mi ser creía que todavía no estaba lista para tomarla. A pesar de mi juventud ya me había equivocado tantas veces, que no quería precipítame de nuevo. Sabía que, una vez diera el paso, no habría marcha atrás. Así que intenté contemporizar la situación. Cobardía creo que lo llaman… En cuanto a los wasaps, no quise dejarlos en visto sin más y me puse de perfil para contestarle un escueto ok y mandarle un beso desapasionado mientras en mi fuero interno seguía debatiéndome entre dos aguas.

Intenté olvidarme del tema trabajando, pero me resultaba imposible concentrarme. Rehice la misma escena de la novela como unas siete veces hasta que me di por vencida. Parecía que hasta que no tomase una decisión en un sentido u otro mi alma no encontraría sosiego. De modo que a eso del mediodía fui a buscarlo a su despacho con la peregrina idea de que solo ante su persona podría tomar una decisión definitiva. En realidad es lo que sucedió, pero ni mucho menos del modo en que yo pensaba.

Cuando llegué la mayoría de funcionarios se habían marchado o estaban preparándose para marcharse. Su asistente, que solía anunciarle mi presencia en las pocas ocasiones que había visitado a Ricky allí, no se encontraba en el puesto, así que fui directa hacía la el despacho, cuya puerta se encontraba ligeramente entornada. Cuando ya tenía la manilla sujeta para abrir, una conversación y unas risas a media voz hicieron que me detuviera en seco.

—¡Ay! ¡Estate quieto! Deja que termine… —dijo una desconocida voz de mujer con un punto de fingido desdén—. Además, no seas imprudente, que aquí pueden vernos —añadió en un tono que denotaba mucha familiaridad.

—¿Quién va a vernos, si ya se han ido todos? Por suerte, en este puto Ayuntamiento no hay dios quien cumpla el horario, ¿verdad, guapa? —reconocí sin dificultad el tono cínico de Ricky. Una de las facetas suyas que más incómoda me habían hecho sentir a lo largo de nuestra relación.

—Venga, no seas pesado. Total, termino de redactar el documento y nos vamos. Hoy tengo algo especial para ti… —dijo con voz pícara y bajando todavía más el tono.

—No me digas eso que me pones a cien —le respondió él en susurro ronco, apenas audible—. ¿Llevas puesto lo que te regalé?

Ya no quise oír más. Abrí la puerta de golpe y me lo encontré de pie, babeándole el cuello a la desconocida, que en un ejercicio férreo de disciplina y a pesar de la clara complicidad con el que todavía era mi novio, no se había dejado arrastrar por la situación y se encontraba tecleando en el PC.

La escena hablaba por sí misma. No fue necesario decir nada. Yo lo miré unos instantes con toda la altivez que pude. Él me devolvió la mirada y advertí en su rostro un gesto de sorpresa, de incredulidad o tal vez también de vergüenza por lo ridículo de la situación. Me di media vuelta y me fui por donde había venido. Dolida, sí, pero habiéndome quitado una enorme losa de encima. En el fondo, dándole las gracias por haberme facilitado el camino.

Quizás hubiera esperado un acercamiento por su parte, una justificación, un intento de perdón. Pero nunca se produjo y dada mi flaqueza de entonces, me alegro de que no lo hiciera. Aquella fue la última vez que nos vimos.

 

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