Ves, mamá que ruptura tan triste y descafeinada. Ni una discusión, ni una palabra más alta que otra. En mi recuerdo quedarían tan solo mi indiferencia y su traición como una mancha difícil de borrar. En el fondo todo quedaba resumido en un amor sin historia que me dejaba el alma vacía y que me arrancaba de cuajo la poca ilusión que me quedaba. Porque una cosa era que yo dudara de mis sentimientos hacia él hasta el punto de plantarme la ruptura y otra muy distinta que me lo hubiera encontrado en una situación tan comprometida por decirlo finamente. A saber cuántas veces lo habría hecho con anterioridad. Con todas las advertencias que había recibido por parte de Carlos, de ti misma o incluso de Amalia, ¿cómo podía haber sido tan ilusa de creerme la dueña de su corazón? Entonces pensé en la cantidad de mujeres guapas —algunas mucho más jóvenes que yo— que pululaban a su alrededor: secretarias, becarias, compañeras de partido, militantes de jóvenes generaciones, etc.— y comprendí con amargura que ocasiones no le habrían faltado. Demasiado tarde me había dado cuenta de que tenía bien ganada la fama de conquistador.

Me volvía a casa con una extraña mezcla de sentimientos: alivio por un lado, a qué negarlo, pero también humillación por la escena vivida, celos, rabia, qué sé yo… Me sentía a punto de explotar y necesitaba desahogarme con alguien. Como por entonces las relaciones contigo y con Raquel no pasaban por su mejor momento, recurrí a Amalia. Le telefoneé para contarle lo ocurrido con pelos y señales y tengo que decir que no me respondió con el consabido «ya te lo dije», que por otra parte hubiera sido merecidísimo por mi parte. Al contrario, fue todo lo comprensiva que se puede esperar de una buena amiga. En un abrir y cerrar de ojos se plantó en casa y me abrazó en silencio durante un buen rato. Cuando juzgó que ya había llorado lo suficiente secó mis lágrimas y me obligó a arreglarme para salir, algo a lo que yo en principio me opuse. Tras un tira y afloja me convenció y nos fuimos juntas a quemar la noche valenciana. Todavía me aflora una sonrisa al recordar aquella noche en la que comimos algo y bebimos mucho, muchísimo, a lo largo de un rosario de tugurios de los peorcito que he pisado en toda mi vida. Nos reímos como nunca y sí, mamá, nos emborrachamos como dos adolescentes, no me vayas a echar la bronca ahora, que ya sabes que estas cosas están a la orden del día. Pero era sin duda lo que necesitaba en aquel momento: una buena juerga entre amigas para pasar una página de mi vida de la que todavía me sigo avergonzando. Y eso que todavía no sabía lo que me esperaba a la mañana siguiente.

Photo by Víctor Gutiérrez Navarro