—¡¡¡Corre, Sandra!!! ¡¡¡Pon la tele que los de la UDEF se están llevando a Ricky esposado!!! —fue todo lo que Amalia pudo decirme por teléfono antes de que alguien aporreara la puerta de mi casa como si aquello fuera el fin del mundo.

—¡Policía! ¡Abra! ¡Abra ya o tiramos la puerta abajo!

Yo no entendía nada. ¿Por qué se llevaban detenido a Ricky? ¿Por qué tenía a la policía en la puerta de mi casa. ¿Qué era lo que estaba pasando? A pesar de que el sol llevaba horas tendido me acaba de levantar de la cama con una resaca mortal y un tremendo dolor de cabeza. Aún no me había vestido, ni siquiera me había dado tiempo a quitarme las legañas. Ya de haberme tomado un café para despejarme ni hablamos. Al principio no relacioné la detención de Ricky con lo que me estaba sucediendo. Se me pasó por la cabeza que algo habría pasado en la escalera: que habría habido algún altercado; que algún ladrón se habría colado para hacer una de las suyas; que se habría cometido un homicidio o una violación. En el peor de los casos podía pensar que nos buscaban a Amalia y a mí por alguna supuesta tropelía cometida durante nuestras andanzas nocturnas. Todo menos pensar que aquello estaba relacionado con Ricky.

A la segunda vez que insistieron le colgué el teléfono a Sandra sin muchos miramientos «están aquí» es lo único que acerté a decirle. Luego, completamente aturdida por la situación corrí a abrir la puerta.

—¿Es usted Sandra Rojas? —preguntó uno de los agentes.

—Sí. ¿Qué pasa, oficial? ¿Estamos en peligro? —le pregunté yo a mí vez con toda mi candidez.

—¿Estamos…? —por un momento pareció dudar—. ¿Qué hay alguien más en la casa?

—No. Estoy yo sola. Lo decía en general, por los vecinos… —Puso cara de extrañeza ante mis palabras. Pero para extrañeza la mía, que seguía sin comprender nada de lo que pasaba.

—Tenemos una orden de detención para usted y otra de registro para su domicilio —dijo mientras me mostraba unos papeles que ni siquiera atiné a leer de lo nerviosa que estaba—. Le damos cinco minutos para vestirse y acompañarnos a comisaría.

Obedecí —qué remedio—. Me lavé la cara y los dientes lo más rápido que pude, me puse la ropa que encontré más a mano —la misma que había llevado la noche anterior— y me peiné las cuatro greñas que tenía desparramadas por la cara. Después me di cuenta de que el vestido de coctel y los zapatos de tacón que no eran lo más cómodo ni apropiado para que te lleven detenida, pero me sentía tan intimidada que no me atreví a pedirles que me dejaran volver para cambiarme.

Ya en comisaría, mientras una agente femenina me leía mis derechos sentí como me recorría un sudor frío y el estómago se me apretaba en un nudo que me dolía como si me estuvieran atravesando las entrañas con un puñal. Lo demás lo recuerdo vagamente: la toma de las huellas dactilares, la foto para la ficha policial, la llamada que le hice a Raquel muerta de vergüenza y la entrada en el calabozo. El hecho de que por fin me dejaran sola aunque fuera en un lugar tan solitario e inhóspito como el calabozo me supuso un pequeño alivio, dentro del infierno que estaba padeciendo. Jamás pensé que pisaría la comisaría donde trabajaba papá como una detenida más. ¿Pero en qué mierda había convertido mi vida?