Me estoy terminando el café. Sí, extralargo y sin azúcar, nadie hará que lo cambie por otro. Sabes que sin él no puedo funcionar, que soy adicta total a la cafeína como tú siempre me dices. Pero este es de la máquina que hay junto a la sala de espera de la UCI. Mientras venía hacia aquí en el autobús y a pesar de que el día ha amanecido espléndido, una mañana de otoño de esas en las que la luz lo inunda todo, tan propias de nuestra tierra, de repente, se me ha venido encima toda la soledad del mundo. Me había llamado Raquel muy temprano para decirme que no podría venir al hospital porque tu nieto, mi sobrino Iván se había levantado con fiebre y tenía consulta urgente con el pediatra. Pero en realidad tampoco ha sido por eso. Simplemente me ha dado por pensar y así, sin más, me han entrado ganas de llorar. Por suerte, llevaba puestas las gafas de sol y no he necesitado disimular para no  pasar por la vergüenza, o la indiscreción si es que así lo prefieres llamar, de que me viera el resto de pasajeros.

Así que aquí estoy: yo sola esperando el nuevo parte médico que me dé noticias sobre ti. Y solo me valen las buenas. Estoy entusiasmada porque el médico, ese jovencito que nos cae tan bien a Raquel y a mí, nos dijo que si hoy estabas mejor podríamos entrar unos minutos a verte… De verdad que siento que ella no haya podido venir. ¡Se lo va perder!

 

Ha sido divertido. Bueno, es un decir, tan solo una manera de hablar como comprenderás. Nada puede ser divertido mientras tú sigas aquí, pero la cara de desconcierto del médico me ha hecho reír por primera vez desde que tuviste el ataque. Resulta que hoy estaba otro diferente, uno con el que yo nunca había hablado, pero al parecer sí lo había hecho Raquel. Es mucho mayor que el otro —entre mí, pienso que será su jefe, aunque en realidad no lo sé—. También es más formal en el trato, que me ha hablado de usted, aunque seguro que a los pacientes los debe de tratar muy bien, porque parecía muy cariñoso. Para abreviar y como ya te puedes imaginar me ha confundido con mi hermana.  Supongo que a estas alturas ya debería estar acostumbrada porque esa es la historia de nuestras vidas.

—Perdone, pero no soy Raquel. Mi nombre es Sandra —le he dicho, aunque sin darle demasiada importancia.

Ha arqueado las cejas, se me ha quedado mirando fijamente a la cara con incredulidad y después de restregarse los ojos, apenas ha podido farfullar una disculpa que me ha parecido de una incoherencia absoluta: que ya estaba mayor y que notaba como perdía facultades y que además hacía muchas guardias y que a veces se desubicaba… En fin.  Entonces me he visto en la necesidad de aclarárselo al pobre, no se fuera a volver loco.

—No necesita disculparse. Raquel es mi hermana. Somos gemelas, por si  no se había usted dado cuenta —le he contestado nada más que para tranquilizarlo.

Entonces nos hemos reído los dos a carcajadas. Creo que a él también le ha venido bien porque después ya no lo he visto tan tenso. Ya ves que día más raro. Primero lloro en el autobús, con la mañana tan fabulosa que hacía y luego, aquí en la UCI, me da un ataque de risa.

Pero a lo importante, ha cumplido con los que nos dijo ayer su compañero: como evolucionas bien me han dejado acercarme a ti durante cinco minutos. Primero me han hecho ponerme una bata y unas calzas desechables, todo de color verde quirófano. Luego ya me han dejado pasar. ¿Notas cómo te cojo la mano? Apriétame fuerte si me sientes, mamá… Ponte buena, que tienes que salir pronto de aquí. Pronto será tu cumpleaños y tenemos que celebrarlo. Ya lo estoy viendo, una tarta de trufa con sus sesenta velitas. Oh, sí… Acabas de abrir los ojos por un instante. Ha sido algo casi imperceptible, apenas un parpadeo, pero este gesto tan nimio me ha llenado de esperanza.