Valencia, julio de 2006

Es cerca de la una y media de la tarde. Tres jóvenes de apenas veinte años están en una de las terraza más concurridas del centro comercial. Dos de ellas son tan iguales como dos gotas de agua. Sentadas una frente a otra ofrecen una imagen especular mientras saborean un helado. Tan solo se diferencian en el color de la blusa y en que una de ellas es ligeramente, solo ligeramente, más delgada que la otra. La presencia de la tercera chica hace que aún resalte más su parecido por comparación: es de la misma edad y viste de manera similar, pero sus rasgos son claramente diferentes. Permanece sentada entre las gemelas y toma un granizado de limón.

Las tres jóvenes se muestran exultantes. Se ríen y bromean entre sí. El tiempo les pasa sin sentir, pero no les importa porque creen tener toda la vida por delante. No solo son jóvenes. Además por ello, se sienten invulnerables. De vez en cuando, una de ellas finge un mohín de enfado y las demás, siguiéndole la corriente, se enserian también. Luego, da comienzo un juego de poder mental: se van mirando de reojo hasta que una cualquiera de ellas estalla en carcajadas, seguida de inmediato por las otras dos que a duras penas contienen la risa. Se turnan en lo que parece una especie de pasatiempo infantil que llevasen practicando toda la vida, siguiendo un código secreto que solo ellas conocieran. De repente, Raquel, la gemela no tan flaca, cambia el juego y empieza a hacer bolitas con las servilletas y a lanzarlas. Las otras dos la secundan dando comienzo a una guerra de bolitas. Una de ellas se desvía del rumbo y le impacta en la espalada a una mujer que está en la mesa contigua. Hacía rato que la mujer se sentía molesta por la actitud de las chicas, pero es esta última travesura la que le da pie a recriminarlas con dureza. Tal vez se siente amargada porque ella ya hace mucho que dejó atrás la juventud o puede que quizá tenga un motivo de peso para estar malhumorada.

—¡Será borde la tía! —murmura Sandra entre dientes sin dejar reír mientras con la mano hace un gesto de disculpa hacia la mujer.

—Bah, no le hagas caso, se ve que no tiene nada mejor que hacer. Su vida debe de ser un asco —le responde su hermana Raquel.

Entonces Elena, la tercera chica, la que no guarda ningún parecido físico con las otras dos, se da un golpecito en la cabeza como si de repente hubiera recordado algo vital y se levanta. Ya de pie, mientras se aleja a toda prisa de sus amigas, les dice:

—Lo siento, chicas, se me hace tarde. No me acordaba. Le prometí a mi madre que hoy llegaría pronto. Si no estoy en casa antes de las dos me mata. Además, Carlos me ha pedido que pase por su casa antes de comer. Acordaos de que esta noche hemos quedado para cenar.

»¡La que llegue tarde paga!  —añade todavía entre risas mientras se desvanece tras la esquina.

Raquel no puede oír sus palabras por culpa del bullicio reinante en la heladería y al ver marchar a su amiga no duda en preguntar a Sandra, la gemela flaca:

—¿Y Elena? ¿Te ha dicho a ti por qué ha tenido que marcharse tan pronto? Pensaba que volveríamos a casa las tres juntas.

—Dijo no sé qué de que había quedado con su madre. Si acaso, ya le preguntas luego. La verdad, no le he prestado atención.

Sandra no puede siquiera imaginarse todavía que seguiría recordando muchos años después aquellas mismas palabras: «no le he prestado atención». Le resultarán con el tiempo una losa difícil de soportar. Una expresión corriente: «no le he prestado atención». ¿Quién a lo largo de su vida no la ha pronunciado cientos, miles de veces quizá, sin que tenga ninguna trascendencia? No será culpa suya lo que está a punto de suceder. No serán sus palabras las que lo provoquen, pero no por ello dejará de sentirse culpable. Muchos años después seguirá pensando en por qué no prestó más interés en escuchar lo que Elena le dijo entonces. Por qué no le insistió para que se quedara un poco más. Tal vez unos pocos minutos hubieran bastado.

Sin embargo, la han dejado irse. No tienen ni idea de que nunca la volverán a ver. Elena ha salido de sus vidas de la manera más discreta: sin hacer ruido, casi por la puerta de atrás y ellas ni siquiera lo saben aún. Continúan todavía en su burbuja. No ven su horizonte más allá del helado que están a punto de terminar casi a la vez, en esa exquisita sincronía que suelen tener para todo los gemelos.

Solo hay algo peor que perder a alguien muy querido: que la vida te lo arrebate sin la oportunidad de una despedida…: ¡Un simple «adiós» puede llegar a significar tanto!

Sandra y Raquel todavía se quedan un rato más. Luego recogen sus bolsas y salen del centro comercial. No saben que una nube negra amenaza su verano.