A pesar de las serias advertencias de Carlos, en las semanas siguientes creo que me dejé enredar por Ricky más de lo que me había propuesto en realidad. Yo, al principio no buscaba otra relación. O tal vez sí. Si te digo la verdad, no tengo claro lo que quería. Pero su galantería, su labia, su insistencia, unidas a la seguridad que me transmitía y sobre todo a aquel aroma de lavanda que me recordaba tanto al de papá, hicieron que no pusiera demasiadas pegas en dejarme querer. El hecho de que tanto Amalia como Carlos me hubieran prevenido en su contra no parece que me influyera y si lo hizo estoy segura de que fue en sentido contrario, empujándome hacia él. Así era yo de soberbia, que con tal de llevar la contraria a los demás hubiera sido capaz de arrojarme al pozo más profundo. Pero no nos pongamos dramáticas, que con todos los defectos que pudiera tener, Ricky no era el demonio personificado, tan solo un hombre. Eso sí, ni el mejor, ni probablemente el que más me convenía. Puede ser que él, siempre ávido de nuevas conquistas, me utilizara o puede ser que fuera yo la que lo utilizara a él como tabla de salvación, ya que entonces me sentía muy perdida. Quizás no estaba enamorada, pero estoy convencida de quería estarlo a toda costa y aquello me pareció que podía bastar. Era una manera de sentirme viva, aunque mis emociones estuvieran anestesiadas. En todo caso continuamos saliendo y a la tercera o cuarta ocasión lo invité a subir a casa a tomar una copa y nos acostamos por primera vez. Descubrí que él sabía muy bien cómo hacerle el amor a una mujer, y aunque no fuera algo memorable debido a mí bajo perfil emocional de entonces, me satisfizo sobradamente en el plano digamos más físico. No tardó en darse cuenta de que estaba muy delgada, demasiado, y  partir de aquella noche me bautizó con el apodo de «el saco de huesos más sexi». En aquel momento me hizo reír con aquella ocurrencia y mi corazón vibró con algo que me pareció cercano a la felicidad. Pero a la larga empezó a molestarme que se dirigiera a mí con aquel apelativo, sobre todo porque no lo reservaba única y exclusivamente para nuestra intimidad. Pero tampoco quería contrariarlo y menos aún en público, de modo que lo acepté, aunque fuera a regañadientes. Con todas las cosas de Ricky que no me gustaban adoptaba la misma postura: hacer como que en realidad no ocurrían. De esa manera acallaba mi malestar.

Por aquel entonces me estaba malacostumbrado a que fuera Ricky quien se hiciera cargo de mi economía. Yo estaba pasando una mala racha. Llevaba tiempo sin encontrarme bien. Dormía peor que nunca, que ya es decir, y me despertaba sin energías para afrontar el día. Me quedaba en la cama prácticamente durante jornadas enteras y me resultaba imposible escribir porque sentía como si tuviera la cabeza llena de plomo. Por las noches en mi cabeza volvía a comenzar el baile del insomnio. No tengo que recordarte que durante aquella época me pasaba los días enteros sin casi probar bocado. Solo tomaba alimentos sólidos cuando salía con Ricky e íbamos a algún restaurante o bien cuando iba a tu casa a comer. Normalmente los sábados o los domingos. Tú ya empezabas a darte cuenta de que algo no marchaba bien.

—Hija, mírate. ¡Qué cara traes! Si parece que hayas visto un fantasma. Por el amor de Dios. ¿Comes bien? ¿Te estás cuidando lo suficiente?

—Claro, mamá. Si solo es que he pasado una mala noche, ya me conoces. No te preocupes, que estoy bien —contestaba yo, sin darme cuenta de que con mi mentira, más que engañarte a ti, me engañaba a mí misma.

Pero no, no estaba bien. Es más, por culpa de mi enfermedad, que entonces todavía me negaba a reconocer, me había retrasado en muchos compromisos de trabajo. En el mundo capitalista en que vivimos y más si trabajas por cuenta propia como es mi caso, si no trabajas no cobras. Llevaba unos meses sin apenas ingresos y llegó un punto en el que me sentí agobiada por no poder hacer frente a todos mis gastos. Pedirte ayuda a ti me daba vergüenza. Tampoco sé hasta dónde habrías podido ayudarme, porque soy consciente de que la pensión te da lo justo para vivir y bueno, para alguna alegría muy de vez en cuando. Sé perfectamente que a estas alturas sigues haciendo malabarismos para llegar a fin de mes, como si ese hubiera sido el sentido de tu vida. En cuanto a Raquel, quedaba descartada de antemano. Mi orgullo me impedía pedírselo a ella. No es necesario que te explique el porqué.

Ricky se enteró de mis apuros económicos cuando me encontró un día llorando de desesperación frente a un recibo del banco.

—¿Cómo es que no me lo habías contado? —me dijo en un tono a medio camino entre la regañina paternalista  y el de consuelo—. Anda, para ya de llorar y no te preocupes. Déjalo en mis manos.

Yo ni siquiera le contesté y me refugié en sus brazos dando ya rienda suelta al llanto que había estado conteniendo, solo a medias, mientras él me hablaba.

Aquel día, cuando se marchó se llevó el recibo sin que yo me diera cuenta. Al día siguiente me notificaron que la deuda estaba saldada y a partir de aquel momento comencé a recibir en mi cuenta corriente todos los meses una pequeña asignación que me permitió respirar tranquila, por lo menos hasta que fuera capaz de volver a ganarme el sustento por mí misma.

En un primer momento me mostré reticente con Ricky, porque aquello iba en contra de todos mis principios, de todo lo que nos habíais inculcado desde pequeñas papá y tú. Pero él supo convencerme con muy buenas palabras.

—Pero vamos a ver, Sandra. Parece mentira que no sepas todavía que las parejas se tienen que apoyar entre sí. Tienen que estar juntas en lo bueno y en lo malo. Si estuviéramos casados, ¿qué problema habría? Lo verías normal, ¿no?

Ante mi indecisión y mi silencio prosiguió en un tono vehemente:

—Pues, ¡qué diferencia hay? El matrimonio es tan solo un papel que para mí no significa nada. Déjame que te ayude. No ves que me necesitas.

Me lo puso todo tan fácil, tan de color de rosa que me convenció. No me daba cuenta de que al aceptar su ayuda económica más allá de una necesidad puntual, estaba cayendo en una dependencia que no me convenía en absoluto. Pero estaba enferma aunque yo no mediara cuenta y mi mente se hallaba confusa. De modo que te pido, mamá, que no me juzgues con dureza por haberme rebajado a esa situación.

Para Navidad, las cosas con vosotras habían mejorado. Incluso estuvimos planeando entre las tres los menús para Noche Buena y Navidad. Bien sabe Dios que una de las cosas que más odio es el pasteleo de esas fechas, pero como por entonces me hallaba en plena fase «zen» me dejé envolver por aquel ambiente donde todo rezumaba paz y amor.

Por otra parte, me había quedado muy resentida con Carlos después de nuestro último encuentro e hice todo lo que pude por no coincidir con él. Todavía me dolían las palabras que dijo sobre Ricky —que yo seguía creyendo falsas—, de modo que levanté una barrera impermeable a todas las habladurías que circulaban acerca de él. Desoí todas las advertencias e incluso a mi propia intuición a la que acallé sin contemplaciones.

En mi descargo diré que él seguía comportándose conmigo como un verdadero encantador de serpientes, colmándome de atenciones y haciendo mi vida mucho más fácil. Si vuelvo la vista atrás, desde la época anterior a la muerte de papá no recordaba ningún momento en que llevara una existencia tan plácida. Ahora sé que placidez no equivale a felicidad, pero se le parece, ¿no?

Después de aceptar su ayuda, llegaron también otra clase de regalos, incluidas algunas joyas muy por encima de mis posibilidades. Al principio me hacía la remilgada, pero poco a poco aquel ritual del tira y afloja se fue reduciendo hasta desaparecer por completo y llegó un momento en el que ya los admitía con la mayor naturalidad del mundo sin hacer preguntas incómodas acerca de su valor. Entre aquellos regalos también había viajes de lujo a los que no me costó demasiado acomodarme. Los viajes, además me sentaban bien. Durante ellos parecía que mi salud tan quebradiza mejoraba un poco tanto a nivel físico como mental.

Precisamente fue en uno de ellos cuando vi de nuevo en toda su crueldad aquella mueca feroz que atisbé tras su pretendida sonrisa en nuestra primera cita. A decir verdad, era una expresión que mostraba a menudo, pero aquel día la vi de una manera diferente y un escalofrío me recorrió el espinazo cuando se reflejó en su rostro. Por primera vez sentí miedo de Ricky. No fue un miedo físico, a que me pudiera lastimar ni nada por el estilo. Por el contrario, fue mucho más emocional. Sentí un miedo inexplicable por su temperamento, por su determinación. Lo veía capaz de todo para lo bueno, sí, pero también para lo malo. En el fondo, aquel miedo más que por mí lo sentí por él, porque presentí lo que podría ser capaz de hacerse a sí mismo.

El motivo que desencadenó la situación fue de lo más banal. Yo estaba a punto de terminar mi novela y como Amalia me estaba apurando con los plazos, me llevé el ordenador con la intención de dedicar algunas migajas de tiempo al libro. Pese a todo, aquel seguía siendo mi trabajo, de cual yo vivía —o al menos pretendía hacerlo— y ya lo había descuidado demasiado.

Habíamos ido a Roma en una escapada de fin de año. Nos alojábamos en un hotel fabuloso entre la Vía Veneto y la plaza de España. Desde la terraza, las vistas de la ciudad eran espectaculares. A esa hora del día habíamos superado ya la resaca de la fiesta. Por la mañana habíamos estado viendo el belén de la plaza de San Pedro —por expreso deseo mío— y luego fuimos de compras por el centro. Yo quería llevar regalos para vosotras y los niños. Al final, Ricky se animó también y compró unos detalles para sus hijas a las que solo veía en ocasiones como Navidad o Reyes tras su divorcio. Las compras fueron extenuantes y volvimos agotados. Ya por la tarde estábamos descansando en la habitación de todo el ajetreo. Sin ningún plan concreto hasta la hora de la cena, me pareció que aquel impasse era un buen momento para trabajar un poco. No llevaba ni cinco minutos con el ordenador cuando Ricky me pidió que volviera a la cama. Yo me excusé dando por sentado que él se mostraría comprensivo. Sin embargo, a mi tercera negativa se levantó, vino hasta la mesa donde yo intentaba trabajar y con esa pesudosonrisa que por primera vez consiguió asustarme, me cerró el ordenador sin darme tiempo a que guardara el documento y a empujones me llevó hasta el lecho. Yo traté de imponer mi voluntad sobre la de él, pero mi resistencia no debió de ser lo bastante firme, porque consiguió lo que se proponía. No se puede decir que empleara una violencia explícita, pero me hizo sentir muy incómoda. De hecho, aquel primer episodio lo empecé a revivir constantemente en mi cabeza algún tiempo después sin entender por qué había consentido que me pasara por encima aquella vez y las otras muchas que vinieron luego. Pero me tenía subyugada, enseguida me hacía el amor y conseguía que se me olvidaran todos los malos momentos que me había hecho pasar antes. El sexo con él desde el principio fue fácil y sin complicaciones. Era —es— un hombre sensual que sabía cómo complacerme y de ello se valía muchas veces para someterme. Ahora lo veo claro, pero entonces mis sentimientos estaban confundidos y mi juicio nublado. Ejercía sobre mí un influjo que me resulta tan difícil de explicar…