Un beso apasionado fue la despedida de Juan, su novio de la secundaria. Por cábala no prometieron volverse a ver, lo dejaron a la buena de Dios. Soledad fue una de las primeras en anotarse como voluntaria para ir al Almirante Irízar como instrumentista y enfermera y si le hubieran pedido que tomara un fusil y saliera a defender la patria entre el barro y la turba de nuestras Islas Malvinas lo hubiera hecho con un coraje inigualable. Esa tarde el mar estaba embravecido y el buque hospital no se podía acercar a la orilla. El bombardeo había sido espeluznante, con unos prismáticos prestados había podido ver los cascos y las ametralladoras desparramadas en la costa mientras los soldaditos se arrastraban como podían para encontrar un sitio donde guarecerse. Nunca pudo olvidarse esa imagen de aquellos héroes anónimos. De pronto pudo ver un bote que se acercaba. Al parecer llevaba alguien que estaba grave. Con desesperación trataron de subirlo con una soga que se bamboleaba al herido en medio de la terrible marejada. El soldado raso, ya en cubierta, la miró con sus ojos casi transparentes y su cara llena de escarcha salada. Ella trataba de mitigar el balanceo de la camilla soportada por un oficial enfermero y dos colimbas que estaban mas que asustados. Se llamaba Andrés, eso le había dicho en la enfermería cuando ella trataba de limpiarle las profundas heridas llenas de esquirlas de un proyectil que por poco le amputa una de sus piernas. Soledad no entendía si la adrenalina o si el miedo a entregarse y desvanecerse de este mundo lo mantenía consciente. “¿Querés casarte conmigo?” fue su segunda frase, lo que la hizo caer en la cuenta de que sin duda estaría delirando. Soledad le tocó la frente, para chequear si estaba febril y le respondió con una tierna caricia y un cómplice y motivador guiño. Ella lo dejó descansar y se fue a tomar un mate cocido, nada había probado en todo ese fatídico día. La estúpida e inoportuna pregunta le retumbaba en la cabeza mas que los ruidos de los bombarderos y las metrallas. Ese soldadito había inoculado algo en su ser. El oficial médico se le acercó y le indicó que se preparara ya que deberían operar al reciente herido en no mas de media hora. Un Dios te salve María fue su primer y único pensamiento. El buque se movía como una nuez y el estomago se le revolvía a pesar de la doble dosis de Dramamine que se había auto recetado. En la sala de operaciones tanto Soledad, como la otra asistente y el doctor se tuvieron que sujetar a la mesa de operaciones para no tumbarse. Entre oraciones, ella no dejaba de mirar el electrocardiógrafo que no mantenía una pauta cíclica. A lo lejos, a pesar de su concentración a la ordenes del cirujano pudo escuchar una terrible noticia a través de los altoparlantes del buque. Suturaron, dejaron los barbijos y se fue a descansar. Al día siguiente Soledad fue a ver a Andrés, él estaba despierto pero con los ojos perdidos en el techo del camarote. “¿Aún te querés casar conmigo?” le dijo Soledad para romper el hielo tocándole la frente. “Por supuesto” le contestó con una mueca triste. “¿Es verdad que en este momento estamos firmando la rendición?” le preguntó muy preocupado. Ella volvió acariciarlo, le besó su mano y con otro guiño cómplice pero amargo le asintió. En ese instante Andrés llevó su derecha al centro del pecho y empezó a convulsionar. Soledad, trató con todo su conocimiento y todo su ser de revivirlo. A los gritos pidió ayuda a otras enfermeras que estaban en el servicio. Todo duró algo así como dos minutos. Nada se pudo hacer, la noticia había sido mas fuerte que la balas. Ella lo abrazó y lo despidió con dolor como quien despide a un ser querido que conoces de toda la vida. Ese día fue el fin, el fin de una guerra estúpida.
Un año después, ya en Buenos Aires y lejos de la inútiles condecoraciones, Soledad estaba preparada para su noche de bodas en la Iglesia Stella Maris. Sus tías le habían regalado la confección del vestido, sus suegros la fiesta en el club Naval, otras enfermeras le compraron cosas que siempre son útiles en un matrimonio que recién comienza y el oficial médico le había regalado el servicio de un coche con chofer que la llevaría al templo. Un Ford del veintinueve convertible que era una joyita y a las ocho en punto de la noche la pasaba a buscar. El chofer, un hombre de edad madura, la miraba por el espejito sin mediar palabra. Su padre la tomaba de la mano y no dejaba de acariciarla. Llegaron a la iglesia, y el chofer se apuró para abrirle la puerta. Entraron del brazo, muchos compañeros del regimiento la estaban esperando. Junto al altar estaban Juan, su futura suegra y el sacerdote. La emoción hacía que el aire fuera mas denso. Comenzó la ceremonia, se entregaron los anillos y se juraron amor eterno. Volvieron al auto para sacarse algunas fotos antes de ir a la fiesta. El chofer siguió observándola por el retrovisor, la luz de la noche dejaba ver sus ojos verdes. “¿Sabe muchacha? Muchas chicas quieren casarse conmigo…” le comentó el chofer haciéndose el simpático. “Por el Ford digo… En realidad… no casarse, sino que las lleve a casarse… siempre jorobo con este tonto juego de palabras… perdón si fui inoportuno” agregó el señor poniéndose colorado al ver que Juan no había festejado el supuesto chiste. Soledad sin embargo le sonrió, veía algo en él que no le era inadvertido. “¿Ustedes son de la Marina?” les preguntó como para remontar una conversación. “Ella sí… yo soy contador… trabajo en un estudio contable” contestó Juan mostrando que tenía pocas pulgas. “¿Usted es oficial señorita? Seguro que no estuvo en la guerra, ¿No?” le preguntó el hombre obstinado en arrancar un diálogo. “Sí… me ascendieron a mi vuelta, ahora soy oficial de enfermería…” le dijo Soledad mientras jugaba con un rosario de perlas que enroscaba sin cesar entre sus guantes blancos. “Yo tengo un hijo que se quedó en las islas… dio la vida por la patria.” les dijo sin anestesia provocando un nudo en la garganta de la chica. “No diga, ¿en que escuadrón estaba?” le preguntó muy interesada la novia. “El era de infantería, pero según me contaron, no pudieron salvarlo después de una terrible operación… se llamaba Andrés, igual que yo” comentó el hombre haciendo brillar sus ojos claros por el efecto de sus lágrimas. La congoja inundo también a la novia, el novio miraba el resplandor de los adoquines de la ciudad indiferente, para él nada pasaba. Una dulce ironía les presentaba la vida después de tanta agonía. Soledad besó su rosario de perlas y rezó un Dios te salve María.
Fin.