Habían pasado diez años desde el terrible incidente y el miedo aún hacía mella en su interior. Escuchó el tintineo de una fuente y se ocultó tras sus piedras. Agachado, seguro en su escondite, esperó a que toda la comitiva saliera de la iglesia de San Jacobo. Tenía que saber si realmente era ella. El sonido de un carruaje, sobre las empedradas calles que morían en la plaza, le advirtió de su llegada.
Sobre la plataforma, tirada por un buey, Groac’h parecía tranquila, aunque con el rostro serio, y le miró con sus ojos de fuego. El pavor le hizo salir a toda velocidad hacia la plaza.
Recordó a su hermana, la echaba de menos. La imaginaba recorriendo el bosque, con su rubia y larga melena recogida en una cola mediante un lazo de terciopelo rojo, y él detrás, persiguiéndola en otro de sus interminables juegos. «¿Por qué te fuiste?»
Las autoridades y los asistentes, acostumbrados a su extraño comportamiento, continuaron caminando delante del carro y bajo la sombra que proporcionaban aquellas coloridas casas de cuento. En unos minutos, abriéndose paso entre la muchedumbre, alcanzaron el patíbulo.
El joven encontró otro refugio, esta vez se abrazó a los fríos y ásperos pilares del soportal del ayuntamiento: la altura sobre la plaza le ofrecía una privilegiada vista y se deleitó viendo cómo desataban y conducían a la mujer hacia la pila de leña. Contó los cinco peldaños que le hicieron subir y observó como volvían a atarla, a lo que ella, no ofreció resistencia. El terror que le infligía aquella bella mujer, le hizo perder de nuevo la cordura: comenzó a darse pequeños golpes contra la dura columna hasta que la sangre brotó de su frente.
El lugar quedó en silencio y hasta los pájaros olvidaron su canto cuando el juez se levantó.
—Hoy, catorce de mayo de mil trescientos diecinueve, día del Señor, en la ciudad de Rothenburg, este santo tribunal condena a Groc’h de Lok, por brujería, a ser quemada viva en la hoguera hasta la muerte —leyó en voz alta.
Asintiendo con la cabeza, ordenó al verdugo que ejecutara la sentencia prendiendo fuego a la madera.
Poco a poco, el fuego subió buscando el desnudo cuerpo de su víctima. Un ligero viento, que provenía del bosque, agitó las flores mezclando su aroma con un frío olor a muerte que se perdía por las callejuelas.
—¡Muchacho! —gritó la bruja.— ¿Será entonces la ratita la que roe mi casita?
—Es el viento, es el viento, que sopla violento —respondió al tiempo que abandonaba su escondite.— ¡Maldita seas mil veces!
«No se marchó, recuerda.»
—¡Fuera de mi cabeza!
—¡Recuerda, muchacho! ¡Recuerda! –La bruja lo siguió con su mirada hasta que abandonó la plaza.
En su huida escuchaba los gritos de dolor de Groc’h en su agonía y arrolló al hijo del carnicero, cayendo al suelo. Allí, rodeado de conejos desollados, sacó de su bolsillo una pequeña cinta roja.
—Lo siento mucho, Gretel, no sabía lo que comía.