Es la primera vez que me doy cuenta que el piso está tan sucio, puedo ver sin mis lentes la mugre pegada en el parquet. Es evidente que Mabel, la chica que contrató mi ahijado para que me cuide las veinticuatro horas del día, se rasca bastante con la excusa de que le doy mucho trabajo. Solo me tiene que dar cinco pastillas a la mañana, cuatro por la tarde y cinco a la noche después de cenar. Ella pone la tele, la apaga cuando se le canta, elige los programas que a ella le gustan y yo ni la jodo. Yo apenas hablo, las palabras se me fueron borrando una tras otra de mi cabeza, solo recuerdo imágenes, imágenes nítidas como películas.
Mabel, habla por teléfono, marca nerviosa, y no comprendo el porqué de su actitud, habla alto y no entiendo lo que dice. ¡A esta paraguaya nunca se le entiende nada cuando habla! Yo no pude tener hijos, quizás mi hermanita lo intuyó desde un principio por eso me condecoró como madrina de Marquitos sin dudarlo ni un segundo. Siento una corriente de aire que viene de la puerta del departamento y hace que mis ojos se llenen de polvo.
Recuerdo, cuando Marquitos era chiquito, porque ahora es un hombre, está casado con una hermosa mujer y tiene tres chiquilines bastante inquietos. A mí me encantaba llevarlo a la plaza de Villa del Devoto, a él le gustaba jugar en el arenero. Una mañana, mientras él jugaba con sus chiches en la arena, un atorrante bastante más grande que él, le quitó el baldecito y lo empujó con fuerza tirándolo de espalda, él apenas balbuceaba en esa época, veo que tiene los cachetes rojos por el sol o tal vez por la impotencia de no poder defenderse. Me estiró los bracitos y lo único que atiné a decirle fue “Upa La La” y él lo repitió con su vocecita hermosa y me abrazo con mucha fuerza, tanta fuerza que es el día de hoy que lo siento.
Mabel sigue al teléfono, corta, pasa a mi lado y va hacia el balcón, al abrir la puerta, el chiflete que viene de la puerta del departamento me deja ciega, quiero sacarme el polvo de los ojos, pero no puedo. Hace frio.
Cuántos momentos lindos y cuántos momentos tristes he tenido. Hace un tiempo escuché en la tele una parábola sobre las cebras. La cosa, más o menos, era saber si las cebras eran caballos negros con rayas blancas o si eran caballos blancos con rayas negras, y la vida… cuando uno la ha vivido con la frente bien alta como yo la he vivido, es como las cebras, uno nunca sabe si estas rayado de tristezas o estas rayado de alegrías, pero lo importante es estar rayado, no como esa gente monótona que solo pasa por la vida como un potus esperando que lo rieguen de tanto en tanto.
Otra vez al Marquitos lo llevamos con Gervasio, mi difunto esposo, al zoológico, él estaba feliz, le compramos esas bolsitas para darle de comer a los animales y él quería, a toda costa, darle todas las galletitas a la jirafa porque decía que por ser tan altas tenían que comer más. Le encantaba estar a caballito de Gervasio y darle las galletitas en la boca. ¡Dios… que hermoso momento! Las cebras también le gustaban… eso creo… Hace mucho que no voy a misa… ¿Dios se acordará de mí?
Esta Mabel podría cerrar la puerta del balcón… sigo con los ojos llenos de tierra, la tierra que ella debería limpiar y no rascarse como se rasca. Las palabras se me fueron evaporando, y pensar que yo me pasaba la vida chusmeando con las vecinas cuando nos encontrábamos en el almacén de don Jesús. ¿Estará abierto ahora el almacén? ¿Estará vivo Don Jesús? quién sabe… era un roble ese hombre y con ese nombre seguro que Dios y la Virgen lo estarán cuidando. Recuerdo también los momentos feos, como la muerte de mi hermana Sara, o el accidente de Gervasio, cuando se cayó de la moto, pero también momentos lindos, como cuando Marquitos se recibió de doctor o cuando venía a visitarme esos fines de semana que mi hermana tenía algún programa con su señor esposo, el innombrable, un borracho y vago que jamás la hizo feliz.
Escucho a lo lejos una sirena. Quiero decirle a la paraguaya que cierre la puerta del balcón de una vez, pero hay momentos que quiero decir cosas y no me vienen las palabras, se me pone la mente en blanco y no sé qué decir.
¡Cuánto le había escorchado a Gervasio para que venda la moto! No había noche que no le suplicaba que la vendiera y comprara un autito, cualquiera para mí era más seguro que la moto, y él me hizo caso. Trabajó horas extras y empezó a juntar peso sobre peso para poder comprar ese dichoso auto. Ese viernes se apareció mi cuñado y le tocó el corazón al pobre Gervasio diciéndole que no tenían para comer, que leía los clasificados todos los días pero que no lo tomaban en ningún lado. Aún lo veo en la cocina sentado diciéndole si él era tan bueno como para prestarle algún dinero para que pudiese poner un local, un quiosco, algo para poder llevar el puchero a su casa con dignidad. Y Gervasio, que era un santo, desoyendo mis suplicas, agarró toda la platita que había ahorrado… ¿y que hizo? ¡Se la dio el iluso! ¿Y que pasó? No hubo negocio, ni quiosco, ni puchero, ni tampoco volvió el dinero que con tanto sacrificio mi esposo había juntado, pero bueno… era mi hermana, era Marquitos, y el siguió, y siguió yendo a todos lados con la maldita moto, hasta que un sesenta fuera de línea le pasó por arriba esa noche tormentosa. Nunca pude olvidar.
Voy a hablar con Marcos para que le llame la atención a Mabel, los muebles necesitan lustre y franela. ¡Es un asco! Qué bueno que mi ahijado sacó todas las virtudes de mi hermanita, virtudes de familia y no los vicios del innombrable, sino quizás se hubiese olvidado de mi por completo, una vieja que solo repite los mismos recuerdos una y otra vez.
Escucho llaves. Se abre la puerta del departamento. Veo de costado dos personas que entran, una tiene pantalones blancos, la otra pantalones oscuros. Una se pone en cuclillas. ¡Es Marquitos! ¡Viniste! Me extiende los brazos para levantarme. No puedo hablar. Solo quiero llorar. Él me mira con ternura y me dice “Upa La La”. Yo repito balbuceando “Upa La La”. Él me abraza fuerte y no necesité ninguna palabra más para decir cuanto lo amaba.
Fin.