Nunca pensé que esconder un cadáver fuera tan difícil. Fueron sus primeras palabras. Aquel tipo, el agresor, lo hizo con esfuerzo y a sangre fría.

Asensio había alquilado un apartamento rural, entre montañas, para evadirse de su estresado mundo cotidiano. Buscaba un lugar solitario en aquella época del año. Era el sitio más indicado. Los apartamentos estaban todos vacíos, menos dos que fueron alquilados el mismo fin de semana. Asensio llegó primero a eso de las seis y media de la tarde. Su equipaje consistía en una pequeña maleta en la que portaba varias camisetas básicas, un par de pantalones, ropa interior y un pijama de rayas negras sobre fondo blanco. Un bloc de notas, un libro, el deseo de descansar y disfrutar en soledad. Al entrar al apartamento soltó la maleta tras cerrar la puerta. Buscó el dormitorio y se tumbó encima de la cama. Una hora más tarde se metió en una ducha y se vistió con el pijama. Tomó asiento en el sofá. Abrió el bloc de notas y escribió: “Me parece increíble. Puedo oír el silencio de este lugar apartado del mundo…”Después de escribir unos párrafos cerró el bloc y abrió el libro. Leyó un par de hojas y, sin darse cuenta, se quedó dormido.

Los gritos de una mujer, llenos de temores, le parecieron graznidos de un pájaro en peligro, le despertaron. Sintió un fuerte dolor en el cuello. Las voces llenas de rabia del agresor le devolvieron a la realidad. Recorrió con los ojos la habitación para recordar dónde se encontraba y por qué estaba allí. Se incorporó, poco a poco, del sofá. Caminó hacia la ventana con pasos renqueantes. El sol se había ido. Las voces llegaban desde el apartamento de enfrente. Los separaba un pequeño jardín sembrado de césped, árboles y el seto de cañas. Al ver a la pareja, al otro lado de la ventana, que discutía, se preguntó por qué compartían la vida si no podían estar juntos, ni callados. La mujer, una cincuenta añera, gritaba con voz de pito. Sus pequeños ojos oscuros y enrojecidos casi no se distinguían entre el lío de pelos sueltos que tapaban parte de su rostro enfurecido. El resto de pelo lo tenía recogido en una cola, por un lazo, sobre la nuca. Asensio no reconoció el idioma, no sabría reproducir ni una de sus palabras. La discusión se empezó a calentar hasta terminar ardiendo. Llegaron a las manos con empujones, puñetazos, golpes. Mientras ellos discutían Asensio observaba la luna creciente del cielo raso. Era un fino hilo curvo, blanco y brillante, acabado en dos picos puntiagudos. El viento fuerte arremolinaba las hojas del suelo junto al seto de cañas. Los árboles mecían sus ramas. La ventana completamente abierta. La luz de aquella casa proyectada al exterior daba una extraña sensación de misterio. Ni el agresor ni la víctima se percataron de que el apartamento de enfrente estaba habitado. Allí se encontraba Asensio, mirando desde su escondite, agazapado en la oscuridad del salón. Desde donde se encontraba pudo verlos con claridad. La victima empujó al agresor propinándole un tortazo en la cara. Después le dio otro empujón con intención de alejarlo de su lado. El agresor se alejó. Pero volvió con un palo. El primer porrazo fue en seco en el lado izquierdo. Le partió el cráneo desde la sien. La víctima se desplomó de golpe. Después, el tipo descargó su rabia, con saña, golpeándole una otra vez hasta que se quedó quieto. De pie, con el palo ensangrentado en la mano, delante del bulto que yacía en el suelo.

Presenció la escena más horrible que nunca creyó ver. Aquello le encogió el corazón y las tripas sin que le diera tiempo de impedirlo. Temió acostumbrarse a tanta agresiva crueldad. La presencia de tanta sangre le mareaba. Le había reventado la cabeza.

Las horas transitaron lentas. El agresor paseó nervioso por el salón. Salió al jardín, se echó las manos a la cabeza mientras negaba mirando al cielo. Volvió a la casa, se sentó en una silla y hundió la cabeza entre los hombros. Al final, apagó la luz y salió a la calle por la puerta. Todo quedó en tinieblas. Asensio dio tres pasos hacia atrás ocultándose más entre su oscuridad. Se asomaba a la mirilla de la puerta por si acaso. ¿Y si le daba, a aquel tipo, por asegurarse de que no había testigos? Estaba pendiente del ruido de pasos que creía oír en la calle acercándose. Imaginó que le golpeaban llamando a la puerta. Vagó por el pequeño salón durante toda la noche a la espera de poder despertar de aquella pesadilla. Le resultaba todo tan extraño. Le costaba creer que fuese real. Se encontraba en una comprometida situación. Le iba a parecer mentira si conseguía salir ileso. Si por algún motivo descubre su presencia estaba perdido.

 

El tipo volvió a las dos horas. Al abrir la puerta llevaba consigo una pesada bolsa de deporte de color negro. Con esfuerzo la dejó sobre la mesa. De ella sacó las herramientas con las que realizó su trabajo. Cuchillo, hacha…, y una máquina antigua de picar carne. El tipo enarbolaba el hacha con ambas manos. Lamentó no poder hacer nada para evitar aquel crimen. La noche transcurrió silenciosa, amenazadora. Asensio no podía perder de vista al descuartizador.  Cada movimiento de aquel tipo hacía que abriera los ojos como platos. Pudo contemplar con angustia los golpes contra la victima partiendo los huesos y la carne. Le provocaron asco y arcadas. Le empezaron, otra vez, los fuertes dolores y retorcijones de barriga. Cuando miró el reloj eran las siete y veinte de la mañana. Había pasado la noche con el cuerpo y los músculos apretados. Al salir el sol, Asensio se encontraba agotado, reventado. Le resultaba extraño no oír nada, ni gritos, ni golpes. Volvió a mirar hacia la ventana donde se reflejaba aquel tipo corpulento de un metro setenta y ojos saltones. Con grandes entradas en la frente. Pronunciada nariz y barba rasurada. Miró hacia adentro, lejos, detrás de aquel tipo. Creyó reconocerle. Después miró sus manos y ropa ensangrentada. Sin deshacer la maleta se marchó de allí con el mal regusto que deja el olor acre de la maldad.

 

(Ese tipo de víctimas no están protegidas por las leyes. Desaparecen y nadie se preocupa. Es raro que pregunten por ellas. Ni los agresores son sometidos a cuidados especiales para reconducir su conducta).