El Candelas era un café chiquito situado enfrente de la iglesia de Nuestra señora de la Merced que había conocido mejores tiempos antes de la guerra y que ahora sobrevivía a base de tesón y de una clientela que, si bien no estaba para grandes dispendios, si eran fieles.
Parmenio Villar formaba parte del mobiliario del café. Todos los jueves a las cuatro en punto de la tarde acudía a su cita semanal. Nadie en el Candelas sabía precisar desde hacía cuántos años lo venía haciendo.
Llegaba cuando el reloj del campanario daba las cuatro y no acababa de apagarse el tañido de la cuarta campanada cuando Parmenio Villar ya estaba entrando por la puerta del Candelas dando las buenas tardes con su voz grave, triste y educada.
Fueron las gentes del Candelas quienes, por su puntualidad le pusieron el sobrenombre de Don Justo. Al principio ese alias no estaba exento de una cierta malicia, pues al anuncio de -¡Justo las cuatro y ahí llega Don Justo! – le acompañaban unas sonrisas sofocadas de algunos parroquianos malintencionados que, acostumbrados a burlarse de lo ajeno, levantaban una copa a modo de saludo a su paso y entornaban una leve sonrisa cuando Don Justo cruzaba todo el Candelas rumbo a su mesa.
Con el tiempo, ese sobrenombre se tornó cariñoso y todo el mundo en el Candelas lo pronunciaba con el respeto que da la pena ajena. Aquel viejito acabó ganándose el corazón de las gentes simples del Candelas. Eran tiempos duros y la clientela del café acabó comprendiendo que la pena de aquel hombre no era más que la suya propia solo que Don Justo tenía la gallardía o la inconsciencia de sacarla de paseo.
Parmenio Villar terminó aceptando su nuevo nombre en el Candelas como un signo de distinción y afecto y ya nunca más utilizó su verdadero nombre en señal de gratitud a sus amigos del Candelas.
Don justo se sentaba siempre en la misma mesa. La más incómoda, la más apartada del local. Pedía siempre lo mismo: dos cortados, que el camarero le servía uno enfrente del otro. Se tomaba su café con la calma de quien espera su momento y tan sólo desea estar preparado para ello. Mientras bebía con la quietud del perdedor miraba por la cristalera del Candelas tratando de atisbar un presagio que le indicase que ese iba a ser su día. A veces era un gorrión aterido de frío que se posaba en la acera de enfrente, otros era el vuelo de una mariposa de ciudad al otro lado del cristal. A veces incluso le parecía ver una silueta familiar, unos ojos del color de la miel conocidos. O creía percibir en el viento del otoño un aroma a regreso.
Todas las tardes de Don Justo acababan de la misma forma. A las cinco en punto se levantaba, apuraba su cortado, ya frío como su ánimo y pagaba los dos cafés. Sobre la mesa siempre quedaba un cortado sin tocar que el personal del Candelas recogía como quien rompe los décimos de lotería no premiados, año tras año, por navidad. Alguna vez mientras lo hacían mascullaban entre dientes.
-¡Pobre diablo!- se decían, no sin una profunda comprensión del dolor ajeno.
Se marchaba por donde había venido, con el ánimo decaído, pero diciéndose a sí mismo que el próximo jueves sería su gran día.
Durante los muchos años que acudió a su cita en el Candelas fueron no pocos los que se le acercaron, intrigados por la historia de aquel viejo y sus dos cafés.
A todos les contaba que era una promesa y que la mujer que esperaba era una dama que le dio su palabra de acudir y que algún día la cumpliría.

Se habían conocido hacía muchos años, en los tiempos en los que el amor era verdadero. Cuando el trino de un jilguero en un parque les hacía sonreír en el instante en que sus miradas se encontraban.
Don Justo y Eva congeniaron casi al instante. Ninguno de los dos supo que se habían enamorado hasta que fue demasiado tarde. Les bastaba mirarse para ser felices. Don Justo tenía la sensación de que el tiempo se detenía cuando se miraba en los ojos miel de Eva. En ese instante el mundo parecía creado sólo para ellos.
Eva se zambullía en los azules ojos de Don Justo como la primera Eva lo hubiese hecho en el estanque del paraíso terrenal. Le agradaba esa sensación de paz que la embriagaba cuando se miraba en sus ojos serenos.
Su romance fue el de un amor imposible desde su misma concepción. En plena madurez, ambos iniciaron su historia lastrados por el peso de sus vidas anteriores. Decía Einstein que dios no juega a los dados con el universo pero al parecer si lo hace con las personas. Como Eva y Don Justo pudieron comprobar en sus carnes.
El caso es que, en los breves meses que estuvieron juntos, se fraguó un amor sincero. Un amor que a Don Justo le volvió loco de pasión. Eva siempre fue más reservada y, a su manera, lo quiso mucho. Pero siempre fue consciente de que aquella historia no iba a ninguna parte y así se lo decía a su enamorado. Eva nunca se entregó por completo, consciente de que un día no podría seguir, pero eso no evitó que durante unos meses ambos perdieran la cabeza y se entregaran con pasión y desenfreno. Sus corazones latían desbocados a la mínima señal, al menor roce. Una simple sonrisa, una mirada hacía que ambos enredasen sus almas como si no hubiera un mañana…pero lo había.
Y un día, de improviso y sin pedir permiso al cielo, todo acabó. Estalló la guerra y sus caminos se separaron para siempre. Eva huyó. Su familia no estaba segura en tiempos de guerra y de todos modos nada podía hacer para unir su vida a la de su amado. Todo lo que su sensata cabeza había previsto se precipitó un día en que dios se jugó sus vidas en una timba de taberna.
Antes de partir, Eva le propuso un pacto a Don Justo. Era una especie de sortilegio secreto entre ellos, mediante el cual, ambos se podrían mirar a los ojos del corazón en el brillo ceniza de las noches de luna llena. Don Justo la miró de frente. Los ojos de Eva eran dos joyas de ámbar que habían atrapado dos lágrimas amargas. Quebrado por el dolor, secó con las yemas de sus dedos el llanto ahogado que pugnaba por salir de sus inmensos ojos miel. Le cogió las mejillas con las palmas de sus manos y, a un beso de distancia, le dijo que todos los jueves de su vida la estaría esperando en el Candelas a las cuatro en punto. Que la esperaría allí todos los años. Toda una vida, si fuera necesario, hasta que la misma vida que los separaba los volviese a unir.
– Allí estaré, un jueves de algún año….pídeme un cortado y estaré amor mío, aunque no me de la vida para hacer nada más. Lo prometo – sentenció Eva.
Cuando Don Justo terminaba de contar su historia solía tener los ojos empapados en nostalgia y siempre acababa diciendo:
– Y la espero desde entonces -. Sé que es una mujer de palabra y que la cumplirá.
Nadie se atrevía a decir a ese viejito, que su amada Eva podía haber muerto en la guerra. O tiempo después. O que lo más probable es que se hubiera casado y olvidado a aquel hombre derrotado. Nadie osaba perturbar la última ilusión de aquel anciano entrañable. Cuando alguien le sugería que su espera quizás fuese en balde, él dibujaba una sonrisa y decía – No, ella vendrá. Es una mujer de palabra.
Un jueves, Don Justo no apareció más por el Candelas y el vetusto café no volvió nunca a ser lo que fue. En cierto modo, Don Justo le otorgaba un alma propia al Candelas, el alma del que no desespera, de quien aún conserva una ilusión en tiempos de desencanto.
Cuando ya no estuvo, la gente comprendió que aquel viejito daba esperanzas a los que casi todo lo tenían perdido y en el Candelas, él significó al contumaz luchador que nunca se rendía y alentaba las vidas de aquellas gentes que trataban de sobrevivir día a día en un país lleno de carencias y miserias.
Hacía ya dos años largos que Don Justo faltaba a su cita de los jueves en el Candelas cuando, a las cuatro en punto, una viejita con el pelo como la luna llena entró sola en el local. Se sentó en una mesa y pidió dos cortados. El Candelas en pleno contuvo la respiración. A doña Maruja, se le escaparon dos lágrimas y don Leopoldo la secundó al instante. Otros, atónitos, ladeaban la cabeza maldiciendo el tiempo que les tocó vivir.
Don Manuel, el ahora dueño del Candelas, se acercó a la señora con los dos cortados y con el miedo en el cuerpo la preguntó.
– ¿Se llama usted Eva?
– Si- dijo la señora.
– La llevaré con Don Jus….bueno, quiero decir con Don Parmenio.
La mitad del Candelas, en respetuoso silencio acompañó a don Manuel y doña Eva unos pasos por detrás, las tres manzanas que les separaban de Don Justo.
Don Manuel la condujo hasta dónde esperaba el viejito y una vez allí, con voz muy baja casi susurrando, la dijo:
– Les dejamos solos, tendrán cosas de qué hablar.

“Querida Eva, ya sabes dónde te espero.
Ésta otra vida si será para nosotros. Te amé, te amo y te amaré”
Parmenio Villar

Las gentes del Candelas se habían ocupado en todo ese tiempo de mantener la lápida limpia y con flores como signo de respeto a su viejo amigo.