Manoseados y desechados,
pequeños artículos por decenas apiñados
cual pajarillos en un frío nido,
sin cariño y asalvajados,
claman a mí desde el stand.

“Oferta” leo con el rabillo del ojo.
Acudiendo a la letal llamada me acerco
temblándome todo el cuerpo,
a rebuscar.

Cosa rara esto (lo aparto), cosa inútil aquello (me da igual),
esta caja no me gusta
y cuando ya me voy a marchar
compungida y cabizbaja, lo veo brillar.

No sé qué es, pero ha captado mi atención
¡Bendito diseñador!
Siento que no puedo vivir sin ello
Tomando el control mi instinto consumidor,
susurra a mis oídos que lo puedo pagar,
que me lo merezco
que ¿por qué no?

Casi con reverencia
lo tomo entre mis temblorosos dedos
para descubrir con gran frustración
que aquella maravilla
del marketing, del colorido y de la ilusión…

es un palo.

Un palo.
Un palo.
Un palo.

Se acabó la poesía. En incredulidad lo agito. Sí, es un palo, un señor palo. Me quieren cobrar por un palo de selfie, o como se diga. Yo, si el brazo no me alcanza, le pido el favor a alguien. Y si no, un primer plano, que también es útil para auto descubrirse y auto aceptarse.

Si se tratara de otra clase de palo…

La varita mágica de las hadas. ¡ Cuánta alegría traería a las niñas vestidas de rosa con manoletinas y muñecas repeinadas! Un mundo de imaginación y fantasía sin precio en estos tiempos de chiquitinas que se fotografían posando con labios fruncios y posturas sexy-pueriles.

La vara de Moisés. Otro palo sin precio, que pone en contacto el cielo con la tierra, que vuelve a juntar en uno el cuerpo y el espíritu, ese que ya habíamos olvidado que teníamos.

El palito del médico. Desagradable pero útil para presumir en el colegio. El palo de la salud, o de la enfermedad, no lo sé. Pero pagaría por él. Todos deberían tener acceso a tal palo.

El palo de plástico de la piruleta. Imposible seguir jugando sin él, porque evita que se quede pegada a la mano cada partícula al alcance, con las cuales las madres impolutas no autorizan el juego.

El palo del bastoncito de los oídos. Sin comentarios.

El sucio palo tutor de las plantas que las guía por el camino recto.

Pero ¿un palo de selfie?

He intentado convencerme de que vale el euro que piden por él, imaginándolo como el palito que hace posible una faceta del arte de la fotografía, “el palito artístico”. Y casi lo consigo.

Al repasar selfies propios y ajenos y ver cómo se arquean cejas para disimular incipientes arrugas, cómo labios se curvan hacia arriba en piruetas circenses, cómo los rostros extrañamente aparecen siempre desde arriba o desde un lado, he tenido que admitir que algo de arte debe de haber ahí.

Pero no, que me llamen lo que quieran. Yo no pago por un palo.

 

 

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