La luna llena, rasgada y espectral, dejaba ver la silueta de grandes nubes que, sin duda, habían regado la isla poco antes de que llegásemos al alféizar de la ventana. Un fuerte olor a tierra mojada y una agradable sensación a humedad me inundaron entera.
Matías y yo, nos miramos entusiasmados ante la libertad que se abría ante nosotros. Aún quedaba un largo trecho hasta llegar a casa, pero al menos habíamos escapado de las zarpas de la niñita de los ricitos y del tragón de Piku.
– ¡Estamos salvados! – gritó Matías haciendo gala de un optimismo envidiable, no exento de su inconsciencia natural.
– ¡Para el carro, colega!, estamos aún lejos de casa y eso es no estar aún a salvo. Nos queda un buen trecho hasta alcanzar la valla. Allí sí pensaré que estoy en casa – enfrié los ánimos.
Matías se quedó pensativo. Quizás no esperaba que yo le bajase la moral así, pero es que, en verdad, aún nos quedaba mucho por recorrer. Había que atravesar un jardín y la línea recta en dirección al Teide que nos llevaba adónde vivía, atravesaba una pequeña fuente circundada por un seto de flores diversas. Sin duda sería un buen sitio para esconderse durante el día, pues no creía que nos diera tiempo a cubrir todo el trayecto en una sola noche. Oí como Rose llamaba llorando a Jack. La película estaba acabando a juzgar por los sollozos de la madre de ricitos de oro que nunca dominaba el llanto en esa escena.
– No hay tiempo que perder, Matías. Estoy oyendo como la peli está terminando. Pronto traerán a la niña dormida y puede que cierren la ventana. ¡Hay que salir de aquí! – apremié.
Casi no me dio tiempo a acabar la frase cuando el papá de la niña trajo a la mocosa dormida y la depositó en la cama.
– ¡Rápido, Matías, salgamos de esta ventana! – insistí angustiada.
Oímos como desde la sala, la madre lo instaba a voces a cerrar la ventana (fermé la fenêtre “pa” que el aire no penetre, que diría uno que yo conozco).
El padre, solícito, se dirigió a la misma, con nosotros aún en el borde.
– ¡Corre, Robin! gritó Matías.
Yo corría tan rápido como podía pero el grueso marco de madera era muy ancho para mí y me costaba horrores llegar al borde. Era como en esos sueños en los que alguien te persigue y por más que intentas huir no avanzas.
El padre de ricitos de oro se acercó a la ventana y la cerró sin percatarse de dos caracoles que huían. Yo aún no había completado la superficie del marco cuando el padre de la niña comenzó a cerrar la ventana. Corrí tan rápido como fui capaz para llegar al extremo. La hoja de la ventana se fue cerrando a mi espalda y me golpeó en la punta de la cola de mi pie sin llegar a atraparlo.
– Ufff, por poco nos pilla. Le anduvo muy cerca – dije aún presa del pánico.
Lo que no sabíamos ninguno era que en ese momento, Piku se las había ingeniado para amontonar las hojas de lechuga colocadas a modo de escalera en dirección al hueco que nosotros habíamos dejado en la tapa y, de esa forma, había conseguido huir también…
Pasado el peligro, comenzamos a descender despacio por la pared cabeza abajo cuando Matías me hizo una de sus geniales observaciones.
– Oye, Robin, ¿no crees que por la mañana cuando se dé cuenta la niña que nos hemos escapado le puede preguntar a Piku dónde fuimos?
Aquello me paró en seco.
– A ver, “genio”, definamos conversación. Tú dices algo, yo te contesto, tú replicas, yo matizo…en fin, lo normal. ¿Tú ves a una niña hablando con un escarabajo y entendiéndose? ¿Verdad que no?
No quise ensañarme con Matías. El pobre no daba más de sí. Pero en estos días me estaba dando cuenta de que tenía mejor fondo del que yo recordaba. Quizás fuese el forzoso cautiverio que nos tocó vivir juntos y esta huida, pero el caso es que lo empezaba a ver como un compañero. Dicen que las adversidades unen a las personas y nosotros, los caracoles, no somos menos personas por llevar la casa a cuestas. A veces me sacaba de mis casillas por su poco seso, pero el poco que tenía lo percibía como noble.
– Tranquilo, Matías, lo tengo controlado.
– Vale, yo confío en ti, eres más lista que yo – dijo rendido.
– Hay que intentar llegar a las flores antes de que amanezca. Ahí buscaremos un escondite y pasaremos el día. Intentaremos llegar a casa a la noche siguiente.
– Tengo una idea para ir más rápido – dijo Matías orgulloso de haber tenido una iniciativa – ¿Ves que abajo está lleno de musgo?
– Sí, dije sin saber muy bien qué se le pasaba por la cabeza.
En efecto, toda la vegetación que había bajo la ventana era una extensión de musgo que crecía gracias al agua que soltaban las macetas que había en la ventana y que hacían que toda esa zona fuera muy húmeda.
– Pues observa – anunció risueño y orgulloso de sí mismo.
Matías se fue metiendo dentro de su concha. Yo, al principio no sabía a qué jugaba hasta que, una vez que desapareció por completo dentro de la concha oí un grito gutural.
– ¡Gerónimooooo!
Matías se dejó caer en caída libre hasta aterrizar en el suave manto de musgo y rodar en dirección a las flores casi dos metros.
– ¡Vamos, Robin, te toca. Ya casi estoy donde las flores.
Y era verdad, Matías, en su arriesgada maniobra había rodado hasta estar muy cerca de nuestra meta de esa noche. Yo dudé bastante si seguirlo del mismo modo pero él me animaba a ello.
– Vamos Robin, que no te haces daño…caes en blandito. Marea un poco pero así se me colocan las neuronas en su sitio jajajaja – rio satisfecho de su hazaña.
Me armé de valor y venciendo mi miedo, me retraje en mi concha y, cerrando los ojos, me despegué de la pared. Noté como caía y el estómago me subió a la boca. El corazón se me paralizó y por unas décimas interminables pensé que moría. Noté un golpe suave y comencé a girar sin rumbo. Rodé sin saber dónde iba. Para cuando quise salir y ver donde estaba comprobé que no estaba junto a Matías. ¿Dónde estaba? ¿Adónde había ido a parar? Me giré lentamente reconociendo aturdida el entorno y, de pronto, comprobé horrorizada que me hallaba frente a unas patas con garras…levanté la vista aterrada y vi lo que era….me hallaba a los pies de un pájaro enorme.

Continuará…