Una palabra cálida, vestida de días antiguos me vino a visitar, traía manta y vino para compartir, cruzando mis umbrales se arrebujó conmigo, dijo que quería buscarse en un libro solitario y de hojas sepias que estaba en un cajón en el más profundo olvido, un poco apenada, no se atrevió a decir que hacía mucho tiempo que se sentía exiliada de mi repertorio, tenía aspecto descuidado como si la espera hubiera marchitado su frescura, la acompañé con un trago y mi nostalgia moribunda. Se miró en el alma-espejo, y una tristeza que conmovería al más desalmado invadió su semblante, el libro tenía arrancada la hoja donde supuso podría encontrarse, estaba herida de muerte, y una letanía de consuelos se escuchó con la tristeza de un madrigal que ya conocía, cuando alguien que componía versos, pretendiente de la luz y aspirante de su norte, la cuidaba de la intemperie, del desamparo contra el relámpago y otras furias imprevistas, que se aposentaban al acecho rondando los tejados los días de truenos que no había luna. Sin saber cómo tomé pluma y papel, y ensayé al azar una lista de posibles compañeras, su sonrisa transformó el semblante y la hoja resplandeció; cuando vió que aún la recordaban, palpitó vigorosa simulando el vuelo del colibrí; ahí estaba rozagante y fresca, humilde y empoderada, presta para servirle a cualquier desamparado, con la tibieza de la tinta recién vertida contagiada de latidos; se descubrió vigente. Esperanza se llamaba.