GRACIAS A NUESTROS PATROCINADORES
“El inspector Tontinus y la nave alienígena”, de Avelina Chinchilla
“Botas de hule”, de Arturo Ortega
“Mar de sueños azules”, por Mar Maestro.
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El vómito se precipitó sobre sus pantalones. Se iniciaba la secuencia perfecta del maldito viaje, tantas veces ensayada. Durante la noche se había mantenido despierto junto a su mujer para que el cansancio fuera un tranquilizante indetectable. El día lo pasó trabajando en su despacho con aparente normalidad, y durante la comida se mostró atento con ella. A media tarde se despidió con especial cuidado de que nada alterara el “estaba como siempre” a preguntas de los investigadores.
Le había costado mucho esfuerzo encontrar el lugar perfecto. Finalmente se había decidido por una carretera poco transitada que ascendía bordeando el precipicio. La recorrió una y otra vez memorizando el trazado: curva a la derecha, curva a la izquierda, cambio de rasante y todo recto sin girar a la derecha, en el único lugar donde no había quitamiedos porque existía un pequeño mirador con un árbol partido por un rayo. Escudriñó el lugar desde el fondo del abismo. En un pequeño desvío de la carretera localizó una ermita situada a sus pies, antes de que esta se convirtiera en una prolongada cuesta mal asfaltada. Contempló desde allí abajo el árbol asesinado que parecía pedirle cuentas al cielo. El único temor fue que aquel maldito viaje lo dejara inválido y no muerto.
El camino hasta la ermita lo hizo con los pensamientos en off. Se detuvo. Le resultó fácil provocar el vómito porque tenía el estómago revuelto. Puso en marcha el Alfa Romeo 8C Spider y dejó atrás la ermita. Al llegar al asfalto pisó el acelerador. Curva a la derecha, curva a la izquierda. Aceleró. El rojizo sol poniente silueteó por encima del cambio de rasante las ramas altas del árbol que el rayo había pintado de negro. Aceleró. Sintió sed. Volvió a acelerar. De repente las ramas negras tomaron forma de alas de cuervo que golpearon violentamente el parabrisas. El impacto le hizo perder el control. Era imposible ver a través de aquel amasijo de plumas, sangre y cristales astillados. El susto arrinconó su miedo. Por un instante dejó de pensar que debía continuar recto, sin tomar la curva a la derecha. El espejo retrovisor del lado izquierdo se hizo añicos al rozar contra el árbol. Entonces el deportivo, describiendo una pequeña parábola, levantó el vuelo. Tuvo la sensación de estar suspendido en el aire. El morro apuntó hacia abajo e inició la caída. Sujetó con fuerza el volante. Cerró los ojos. Tuvo sed… mucha sed.
Meses después el diario local destacaba la millonaria indemnización que una compañía de seguros había tenido que abonar tras un “extraño accidente” de circulación. No obstante, el maldito viaje no había terminado bien para él.
Arturo Ortega Ibáñez