El espacio vital no se limita a rincones de refugio que se proclaman seguros, ni a nichos atractivos que condicionan su uso a comodidades ligeras que reducen el alma, tampoco a territorios extensos y ricos, heredados sin sacrificio, sino que, se extiende a los cuatro vientos por encima de los obstáculos que se ostentan como cotas limítrofes del espíritu y retenedoras de la tierra y su hábitat pertrechado, tiene componentes más allá de lo terrenal, que el hambre de explorador ansía; se manifiestan callados y se desbordan decididos, cuál torrentes impetuosos, cuya fuerza los conduce por encima de los tapones que se juraban inamovibles. Aunque cueste imaginar que siempre habrá inconformes, inesperados e impredecibles, cuyo tesón y destino los erigirá con presencia y carácter por encima de sus inercias para conquistar mares con horizontes más prometedores.
Las tormentas y amenazas son fantasmas que sólo nublan la mente de lo indecisos, no caben las flaquezas ante el viento que azota imponente y augura combate, esfuerzo y sacrificio. Hay que tener vocación, oficio, destrezas; para no temerle, y acometer semejante empresa.
Ellos se saben hijos de la mar, extensión simbiótica del cielo y la tierra, dignos representantes de la osadía y el valor; cofrades del sol, el agua y la sal…Y sueñan un canto de sirenas.
Estos inconformes saben que tienen siempre una luz que los oriente, un guía intermitente que permanece a las tempestades, a los infortunios del mal clima. Y que ostenta callado la firmeza que los más osados ya quisieran presumir como socia de sus arrestos. Un titán digno de mito, que seduce a las estrellas, y redirecciona el norte.
El sosiego con señales prometedoras de seguridad, entre muchas otras fortalezas, lo hacían el depositario de la tranquilidad de los que perdían de vista la orilla sin acogerse a la seguridad que ésta brindaba, de aquellos que se despedían colmados de adioses y ansiosos de aventuras, vivencias magnificadas que posteriormente la pluma de un desvelado convertiría en leyenda.
No proclames a la soledad como coto exclusivo de la calma y el sosiego,
porque hay soledades, develadas por temores escondidos que se manifiestan al menor de los cambios, y ante la más nimia amenaza; a éstas últimas, hay que temerles.
Para solaz de esos solitarios, hay veladores de la calma en el silencio más apartado de las ausencias; dueños de un fiordo erguido, de un montículo orgulloso o de una atalaya imponente. Guardianes ubicados en la latitud más austral, sobre un promontorio monumental que conoce callado el compás más armonioso de las olas; unas veces apacibles otras tempestuosas; que le visitan cíclicamente en el vaivén que la luna les impone.
La luz es su compañera, sus haces son prometedoras señales de sostén y tranquilidad, más allá de la metáfora de la luz, que se asume como conocimiento, claridad ante la penumbra y salvación en la oscuridad.
-Gracias al faro más famoso de la literatura-. La luz es un salvaguarda confiable que proviene de un ángel tangible. Las embarcaciones y sus tripulantes que se saben con rumbo seguro lo conocen, los marinos mercantes, los pescadores tripulantes de flota menor; cuyo oficio los conduce mar adentro, donde la esperanza de la abundancia los atrae; soñando volver con historias dignas de desvelo, hartos de ron y peces, cargados con su botín, desahogados para enfrentar épocas de estrecheces; los inmigrantes violentados y, auto exiliados, verbigracia aquellos que se atreven hacerse a la mar sobre improvisadas barcazas, endebles a los embates del temporal, y que se aferran con todo a sus despojos como último recurso de supervivencia. Saben que el cielo tiene en la tierra, guardianes del rumbo, vigía de las estrellas, celadores de la niebla; dispuestos y pendientes para orientar a aquellos desventurados, que por causas impredecibles y otras veces insuperables, perdieron sus certezas, y su norte. Y se aferran a la luz que siempre fue sinónimo de esperanza. Horizonte intangible con referente preciso. Orgullo del último palmo de tierra, que resguarda entre historias innumerables; su sabiduría, su identidad y su valía; de saberse compañero en la distancia, sin pactos ni condicionantes de por medio. Siempre les convoca con señales que son un asidero infalible, y que persiste contra viento y marea, en la más austral, apartada e imperturbable de las soledades.