Cada día, Juan Carlos corre cuarenta minutos por barrancos y veredas antes del amanecer. Vive en una cabaña de madera que está en medio de un bosque de pinos y encinas. No tiene más casas a su alrededor. En cuanto termina de hacer ejercicio, pero con las pulsaciones todavía revolucionadas, va a ordeñar una cabra que tiene en un pequeño establo. Una vez que la leche ha cocido, y cuando ya se ha duchado y vestido con ropa limpia, desayuna esa misma leche, el pan del día anterior con aceite de oliva virgen, una pera y un kiwi.
Después, va hacía el trabajo pedaleando por una carretera que rasga ese bosque como una herida. Sube dos lomas y va dejando un reguero de sudor por el asfalto. Cuando llega al edificio del ayuntamiento ha pasado una hora. Siempre la misma rutina. Llueva, nieve o el aire parezca el del infierno, como hoy.
Hace tres días que ni los más ancianos recuerdan tanto calor, y el riesgo de incendio es muy alto. Pero Juan Carlos siempre mantiene los ojos muy abiertos y, a veces, como si fuera un sabueso, también olfatea el aire. Puede ser entre los saltos que da de piedra en piedra cuando los rayos del sol empiezan a romper la oscuridad, al levantarse del sillín de la bici en las cuestas, o subido a la torre de vigilancia de los guardas forestales, su trabajo diario.
No ha cambiado de destino desde que aprobó las oposiciones, hace ya quince años. Siente suyos tanto a los pinos jóvenes como a los robles centenarios, incluso al brezo, a pesar de que sea la mejor mecha para lo que lleva unos años combatiendo: el fuego.
Esa mañana, al cruzar el empedrado de la plaza, ve en el portalón del consistorio a Encarni, la secretaria del alcalde fumando nerviosa.
—Juan Carlos, hay fuego en el ‘Robledal de abajo’. El alcalde ya se fue para allá hace rato… como a ti no hay forma de colgarte un teléfono móvil, no te he podido avisar. A la patrulla forestal, sí. Ya deben estar allí —le suelta de sopetón Encarni sin que todavía Juan Carlos haya dejado de dar pedales.
—Muy bien —responde Juan Carlos tras bajarse de la bici y apoyarla en la pared.
Esta vez no comenta nada acerca del cigarrillo al que Encarni da chupadas nerviosas. «Nos matará a todos tu humo» le suele decir, pero hoy su cerebro rechaza mezclar cigarrillos y fuego.
Juan Carlos sale del garaje municipal con el viejo ‘Nissan Patrol’ dejando huellas de neumático en la rampa. Antes, ha revisado si la máscara y la botella de oxígeno estaban en la parte trasera. Lleva más de ocho años solicitándolas. Por fin, con el cambio de gobierno autonómico, han aprobado el presupuesto y podrá mirar al fuego directamente a los ojos.
Sin dejar de conducir, pasa un buen rato hasta que consigue hablar por el ‘walki-talki’ con Jimenez, uno de los de la patrulla. Se han desplegado por el barranco del Treganes porque el fuego, nada más llegar a la cima del monte, regresa sobre sus pasos convirtiendo en ceniza lo que antes no se había quemado. El viento empuja el frente hacia ellos y, si sigue aumentando, tendrán que retroceder y buscar la escapatoria por la carretera del aserradero. «¡Es Igual que el del 2002!» le grita Jimenez antes de cortar la transmisión.
Juan Carlos va en dirección contraria. De un volantazo invierte la marcha y pisa a fondo el acelerador. Por la ventanilla bajada le llega olor a resina y a jara quemada. Todavía no ve humo, pero lo espera tras cualquier curva.
«¡Puto fuego, puto monte que parece estar desando arder!» dice Juan Carlos en voz alta mientras que ante sus ojos se muestran los titulares de los periódicos de hace dieciséis años: Bosque arrasado; Las llamas quemaron varias casas en Sobrepinares; Más de mil hectáreas de cenizas.
El incendio duró una semana y acabó con la vida de cuatro vecinos que intentaban apagarlo armados de palas.
Él todavía no era agente forestal, pero nunca lo olvidará.
A lo lejos, Juan Carlos ve un ‘Ibiza’ rojo en sentido opuesto al suyo y, de inmediato, un pensamiento se adueña de su cerebro «también era rojo el mío, el primero que tuve, y de ese mismo modelo; claro que papá era muy generoso ya que, hasta entonces, yo había cumplido aprobando el primer y el segundo curso de derecho, aunque solo asistiera a clase y estudiara lo imprescindible»
El otro vehículo derrapa un poco al pisar el arcén y, en ese mismo momento, Juan Carlos escucha el chirrido de las ruedas al dejar parte del neumático en el asfalto. Aquel ruido le desconcierta y le pone tenso, pero los recuerdos anteriores se imponen y vuelve a volar por los años cuando aún vivía en la capital y desde el viernes hasta el domingo, nunca se acostaba. Entonces, le habría sido imposible llevar la cuenta de los cubatas, chupitos, cajetillas de Ducados y porros que terminaba por acumular cada semana. El bumerán con esas imágenes regresa para recordarle a Juan Carlos aquellos años una y otra vez. Una vida que ahora no quisiera tener pegada a la suya.
Aminora la marcha y, a punto de cruzarse con el otro coche, escucha lo que le parece música atronadora. Solo unos segundos más tarde, lo rebasa y observa que viajan cuatro jóvenes dentro. Uno de los del asiento trasero saca el brazo por la ventana y estira el dedo meñique junto al índice mientras que los demás le ríen la gracia.
Aquel Juan Carlos, que ojalá no fuera él mismo, también sacó una mano afuera en un día tan caluroso como este; aquel Juan Carlos había acampado en los alrededores con sus colegas de farra y circulaba por esa misma carretera; fumaba y, sin apagar el cigarrillo, con el dedo índice a modo de catapulta, lo tiró lejos… Después de la catástrofe, de la culpa de la que sólo él se sabía culpable, no siguió en la universidad y, tras amortiguar los remordimientos entre psicólogos de ciento cincuenta euros la consulta, cambió de vida. Así pensaba que cumpliría con la penitencia que lo absolvería de aquellas pesadillas.
El humo apenas deja ver la carretera cuando por el retrovisor desaparece el ‘Ibiza’ tras una curva. Los pinos del barranco parecen bailar con las llamas. Ve a varios hombres de la patrulla retroceder; el resto los ha dejado atrás en el aserradero. Salta del Nissan, se pone la máscara y abre la botella del aire. Con el rastrillo en una mano y el hacha en la otra, grita a todos que se retiren. Lucha contra el incendio como si tuviera más de dos brazos.
Juan Carlos consigue que unas matas de brezo solo humeen y avanza barranco arriba. Entonces lo ve. Desperdigados por el suelo están los rastros de una fogata y, en un pequeño llano, lo que tuvo que ser una tienda de campaña casi calcinada. Remueve los restos y, debajo de todos ellos encuentra un paquete de Ducados abierto con varios cigarrillos. Increíblemente, no se han quemado. Duda si agacharse a recogerlo como prueba de la mano del hombre en el incendio o dejarlo allí. Si pudiera, junto con su pasado, lo cubriría de arena, apagaría también las llamas que arden por su interior. Durante unos segundos permanece inmóvil hasta que acaba por doblar las piernas y guardar el paquete en el bolsillo del pantalón. No sabe si lo ha hecho porque escucha crepitar a su espalda o porque está convencido que, como ha hecho él, mudar la piel nunca es la solución.
De inmediato, se gira y golpea repetidas veces una jara cercana en llamas. Aunque parezca un boxeador lanzando sus puños, el recuerdo de aquel lejano día se mezcla con el de los jóvenes con los que se acaba de cruzar y con los del tabaco. De nada sirve arrepentirse cuando el daño ya está hecho, piensa sin descanso.
No puede creer que lleve ya una hora removiendo piedras y matorrales, por eso mira dos veces consecutivas el reloj de su muñeca. Su contrincante, un coloso, ni se cansa ni tiene agotado el oxígeno cómo él. Debe regresar al vehículo a por otra botella. Barranco abajo empieza a darse cuenta que ha sido un juguete de peluche en manos de una fiera. El fuego ha ido extendiéndose por sus flancos y el humo ya está detrás de la explanada donde dejó el Nissan.
Dentro del coche, el calor es insoportable. Con su pañuelo empapado, retira el sudor pero es inútil. Si no se asfixia antes, se deshidratará. Mira a derecha e izquierda y ve como las llamas avanzan igual que si fueran un río de lava. Mentalmente, calcula cuánto tiempo tardarán en hacer explotar el gasoleo del depósito, ¿quince minutos, tal vez veinte? se responde. El instinto le hace girarse a los asientos de atrás para recoger el otro cartucho de oxigeno. Cuando lo tiene sobre sus piernas, levanta la cabeza y, asustado al ver las columnas de fuego, dice en voz alta:
—¡Oh, no, están ya aquí! —ha calculado mal, en menos de cinco minutos el coche arderá.
Entonces siente que algo le pesa en la pierna. Mete la mano sudorosa en el bolsillo y saca el paquete de tabaco. Lo mira fijamente como si fuera una foto antigua antes de sostenerlo entre los dedos temblorosos durante un buen rato. Siente que le falta el oxigeno y tose porque tiene una lija en la garganta. Se remueve en el asiento varias veces al creerse que el plástico lo engulle, pero al notar algo de alivio en los glúteos, saca uno de esos cigarrillos y sale un instante fuera del Nissan. Primero escupe hasta sentir que la garganta no le pica, después recoge una pavesa que ha caído a dos pasos. La aproxima a sus labios y con ella enciende el cigarrillo para, nada más hacerlo, volver a refugiarse en la cabina.
Escucha explotar algunas piñas y las primeras pinochas ardiendo caen sobre el capó. Quince años sin fumar, quince años para pagar mi culpa, piensa mientras el humo inunda sus pulmones. Tras haber dado varias chupadas, abre el cenicero adonde tira los restos quemados del cigarrillo antes de que estos caigan al suelo. Dentro de un par de minutos por fin todo será ceniza, piensa por última vez.
¡Tremenda historia!
¡Muchas gracias!, Osvaldo