Hundí la cabeza entre mis manos a la altura del tallo de ortigas que nacía de mi pecho. Negué con la cabeza, mi perro no paraba de ladrar y mi cabeza iba a estallar en cualquier momento. Seguí mi recorrido hasta la cocina, programé el microondas para prepararme un té y saqué un Ibuprofeno del armario de las drogas que me permitían vivir. Me senté en la silla de siempre y me di cuenta de que algo no iba bien. Persi seguía cantando en idioma perruno, la radio se desvanecía por momentos, el microondas no paraba de pitar y yo…
Yo estallé en mil pedazos manchando los azulejos de la cocina de monotonía y de ganas de escapar a toda prisa de una vida que ni siquiera me saludaba. Las ortigas de mi pecho tornaron en los claveles que Persi compraría para adornar mi tumba, y el resto de mi cuerpo se convirtió en la mejor góndola en la que surcar los mares del aguacero de mis ojos, que endulza con benzoato de denatonio mi taza de té.