Mi madrina ¡Qué mujer!

Un mal día lo puede tener cualquiera, como así sucedió en un asunto que en principio parece tan irrelevante como la elección de tus padrinos, en el caso que nos ocupa, fue concretamente el error escogiendo a la madrina del chiquillo. En descargo de los progenitores y su salud mental, han de saber que el retoño nació berreando con tal intensidad que parecía una cría de ñu cruzando el Serengeti sorteando las mandíbulas de terribles cocodrilos, bramó nada más ver la luz blanca del paritorio, y no dejo de hacerlo durante los ocho meses siguientes. Los padres miraban al bebé con la cara desencajada y los ojos vidriosos, el blanco ya era amarillento en los mismos, las órbitas radiaban decenas de venas rojas. La alegría en la espera de los nueve meses de embarazo, ese deseo incontenible de parir de una vez a aquella criatura se había tornado en una pesadilla después de los dolores.

La familia y amigos desfilaban unos tras otros a tal velocidad por casa que, sin dejar de enfriar el café y después de probar a mecer el retoño, creyendo en la habilidad de la experiencia y de la suficiencia que se otorgaban hermanas, primas, etc. Ellas eran madres expertas tras haber criado con anterioridad a ella diversidad de churumbeles, pero ninguna aguanto más de unos minutos sujetando a la criatura, se ponía tieso como un alambre y chillaba hasta aturdir los tímpanos del más pintado.

Decibélico perdido, el recién nacido vio entrar a una mujer rechoncha de tez morena, y de pelo negro ensortijado en un amasijo parecido a la estopa, la señora, tía de la madre de la criatura cogió en sus mullidos brazos al niño, y se obró el milagro! Se calló, crujiendo los huesos se destenso al fin en aquellos brazos, los padres a escasos centímetros se miraban entre ellos, miraban a la criatura y a la milagrosa tía, y a los dos se les humedecía los ojos, al padre incluso alguna lagrima le rodó por la mejilla. De esta guisa se sentaron en el tresillo de escay marrón presidido por un tapiz con motivos de caza de ciervos que cubría casi toda la pared.

Con el café de rigor, el padre saco la botella de Soberano que había comprado para la ocasión, a sabiendas del culto que le procesaba la tía al coñac. Fue entonces, cuando ella llevaba media botella pimplada, justo en ese momento con los padres embriagados de alcohol, pero serenos para aferrarse a un hierro ardiente, inconscientemente sonrientes los dos, le ofrecieron ser la madrina. La tía, loca de contenta, con las palabras resbalando por la boca y moviendo la estopa negra como el hollín lentamente de lado a lado, acepto la oferta, iba a ser la madrina.

Por salud para los lectores ¡Mejor nos saltamos el bautizo! ¡Durante los años siguientes la madrina visito tan solo en dos o tres ocasiones al niño que apuntaba maneras como futuro plañidero, no es que no quisiera venir la Tía, pero el carajillo matinal le empujaba a un par de copitas antes de coger el bus, y una copa tras otra le alejaba la parada hasta ser inalcanzable, como decían los anuncios de la televisión de la época “Soberano es cosa de hombre” y de tu tía le decía el padre a la madre!

 

Aún no había cumplido los nueve años el ahijado, cuando se enteraron de la muerte de la madrina, al llegar al tanatorio sólo estaba el fiambre encajado justo en el ataúd, apretada en la caja de nogal barnizado subida en el aplastado  acolchado, que acabado en puntilla blanca abrazaba a la madrina, y ella con una medio sonrisa porcelánica nos recibió. Murió sola, sin hijos, soltera y entera, así murió la madrina. Y ahora tocaba decidir que se hacía con ella, si se enterraba o se incineraba a la mujer —vaya papeleta con tu tía —le repetía el marido a la resignada sobrina— No sé ¿Qué es más barato? Preguntaron, sin pensarlo el comercial de dichos eventos les espeto —incinerar sin duda alguna —pues ale a ello, que ganas tenían de acabar con semejante compromiso, pero el problema gordo no había empezado.

¡Entre gruñidos cuatro fornidos operarios guiados por el comercial de contantes frases hechas de carácter mortuorio, como, ¡no somos nadie! ¡Siempre se van los mejores! Tras un esfuerzo titánico consiguieron meter la caja en el horno, y de fondo los sobrinos y el comercial con cara de circunstancias escuchaban al otro lado —Mariano dale candela al fuego que hemos metido un peso pesado, haciendo ver que nadie había oído nada, la madrina empezó arder, como no, primero fue la estopa negra, seguido de las pestañas postizas bañadas en mil capas de rímel francés. Los minutos pasaban, después las horas y la madrina seguía ardiendo, los vecinos de otros boxes cercanos que esperaban el turno para deshacerse de sus seres queridos empezaban a impacientarse. Veinte cuatro horas llevaba ardiendo la señora, la chimenea teñía de denso humo negro el barrio, Mariano sudando no se explicaba que ocurría. Y la sobrina junto a el marido, avergonzados ante el espectáculo del fuego no sabían dónde meterse, ante las preguntas desesperadas de los funerarios, el sobrino político les dijo, —a ver si va a ser del Soberano. Así estuvo la madrina, siete días con sus siete noches ardiendo sin cesar, ardiendo como solo puede arder un cementerio de neumáticos viejos.

Mala y precipitada elección de madrina para el chiquillo, aún hoy con el mozo haciendo la mili, los padres siguen pagando religiosamente los plazos de la incineración. Durante años cada vez que sale el tema en casa el padre con resignación clama  —Ojalá la hubiéramos enterrado, que con una cinta en el perímetro de la tumba y señales de prohibido fumar ya hubiéramos acabado de pagar el entierro de tu tía.

Jordi Rosiñol Lorenzo