Sangre y polvo,
habitaciones con olor de muerto
y flores muertas,
que no se acaban nunca;
helados infinitos corredores;
prodigiosas murallas de dos metros de ancho
alertas al ataque de los turcos,
que espera el Conde; y vaga por pasillos mohosos,
pasando indiferente ante espejos inútiles
que no reflejan su capa morada,
ni sus uñas vetustas,
ni su mirada muerta,
ni su cólera por no poder morir.
El pacto que hizo con el Gran Embustero
para alcanzar victoria y vida eterna
y enemigos empalados en vida
le retiene clavado
a esas piedras grisáceas.
Todo dolor y odio y pesadumbre,
sin caminar, desplaza su destrozado cuerpo
en el ámbito inmenso del castillo;
híbridos de mujer y de diablo
emiten carcajadas estentóreas
desde el fondo de una locura negra sin remedio.
Hace ya tiempo que no hay Imperio Turco,
y Vlad Tepes lo sabe;
pero el Ángel Caído
no renuncia jamás a sus derechos,
y Vlad firmó con sangre,
y cada noche hay una joven menos,
un niño menos
en los pueblos vecinos.
Y no hay cruz con poder sobre la tierra
para librar a Vlad Dracul, eterno
prisionero en las ruinas espantosas
y cansado.
Emitiendo en su tumba, quedamente,
el llanto peculiar de los vampiros.

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