Acababa de instalarme en la pequeña y coqueta habitación de la posada rural, donde esperaba desconectar del pasado reciente y concentrarme en escribir el final de mi novela, al que daba vueltas desde que mi cerebro dejó de ser genial para embotarse por vía genital después de conocer a Alberto. Al cabrón de Alberto… al que había pillado dos días antes beneficiándose a Ana… ¡En mi propia cama!

En sólo treinta segundos había perdido a mi pareja y a mi mejor amiga. “Podemos explicarte…” —balbució Alberto, con voz aún jadeante, ante mi mirada estupefacta—. Explicarme… ¡Como no fuese las posturas del Kamasutra que habían practicado! El resto era bastante obvio y tan visible como sus cuerpos desnudos, cubiertos de un sudor que me pertenecía.

“Y eso que yo estoy mucho más buena que Ana” —pienso mientras me despojo de la camiseta y los pantalones—.

Cubierta sólo por mi exigua braguita, contemplo mi cuerpo en el espejo. Acaricio mis pechos agradecidos que se yerguen coronados por sendos rosetones dignos de una catedral pagana. Mis manos descienden por mi vientre plano, ideal para anunciar alimentos dietéticos, y…, cuando alcanzo el límite elástico de mi única prenda, algo me hace mirar hacia la ajardinada ventana.

Una oleada de pudor y miedo recorre mi cuerpo semidesnudo. Entre los geranios observo que, en el rectángulo tenuemente iluminado de una ventana de la casa de enfrente, se recorta una silueta velada por un visillo. Avergonzada y asustada, me aparto del hueco delator. Instintivamente, alargo la mano y apago la luz. Después, lentamente y recuperando el ritmo de mi respiración, vuelvo a mirar.

¡Ahí sigue! Plantado frente a mi ventana. No se ha movido ni un milímetro. Recupero la calma —“¡Será asqueroso el mirón!”—. Aunque…, no quiero ser machista, tal vez sea una lesbiana. O quizá sólo se trate de un pueblerino tímido.

Poco a poco me voy calmando y, pasado el primer sentimiento de violación de la intimidad, mi imaginación se dispara barajando hipótesis cada vez más excitantes. Enciendo de nuevo la luz y, con toda desvergüenza, me acaricio íntima e intensamente sin privar del espectáculo al anónimo vecino. El clímax de un estremecedor orgasmo me arroja sobre la cama, placenteramente exhausta. Antes de dormirme, decido que al día siguiente averiguaré quien es mi admirador desconocido ¿Quién sabe…?

Ya he desayunado y he vuelto a centrarme en mi novela. Esta mañana, al levantarme, he visto como recogían un mono de trabajo colgado ante la ventana de la casa de enfrente.