La ilusión es el primero

de todos los placeres.

François-Marie Arouet

(Voltaire)

Subió al colectivo como todos los días al salir de la oficina. Rodrigo caminaba hasta la terminal y, aunque siempre había cola, esperaba para viajar sentado eligiendo el último asiento, el largo, contra la ventanilla de la izquierda. Hacía casi 10 años que, de lunes a viernes, repetía esa rutina. A sus 40 años era la primera vez que un trabajo le duraba tanto. No porque fuera una gran cosa sino porque él ya no era el mismo. Ya no tenía la inquietud de los 20 años de buscar, crecer o cambiar. Los amigos le decían que se había achanchado hasta para jugar al fútbol. Antes disputaba cada pelota como si fuera la final de la copa del mundo. Ahora cuando perdía una pelota dividida no la corría. Los ocasionales compañeros de equipo le prodigaban todo tipo de epítetos y él sólo sonreía. Claro, tampoco era como antes el cierre de los partidos. Ahora, al terminar, todos se cambiaban y se iban corriendo porque los esperaban a cenar las esposas e hijos y ya no había mesa de birra y cargadas. Sólo él no tenía apuro. Nadie lo esperaba. Desde que Sonia lo había dejado, hace ya muchos años, no había vuelto a tener una pareja estable. En realidad sí lo esperaban. Simón, su gato, viejo como él, lo recibía en la puerta y maullaba apenas ponía la llave en la cerradura.

Como todos los días se ubicó en “su” asiento y conectó la radio en su celular para escuchar las noticias. Tenía como 45 minutos de viaje y eso lo entretenía. Por lo menos hasta llegar a la facultad donde mucha veces subía la chica. Era viernes y en esta semana la había visto una sola vez, el martes o el miércoles. Era de pelo castaño, largo hasta los hombros, de grandes ojos claros y una sonrisa luminosa. A veces viajaba con otras compañeras y otras sola. Como a esa altura el colectivo iba repleto, él la observaba desde su rincón sin que ella lo notara. Era muy joven, unos 25 años tal vez y por eso jamás se le había ocurrido otra cosa que admirarla en silencio. Estaba seguro de que ella ni había reparado en él en todas las veces que habían viajado juntos en este año. Ella se bajaba a los 15 minutos, más o menos, pero ese tiempo le bastaba para que el regreso tuviera un toque especial.

Al llegar a la facultad su atención se centró en los pasajeros que subían. Desde su posición no podía ver la gente abajo. Pasaron cuatro o cinco personas y la vio en el estribo. Con un solero verde claro y las carpetas apretadas contra su pecho. Se fue corriendo y quedó parada dos o tres posiciones adelante. Y, por suerte para él, mirando hacia las ventanillas de la izquierda, por lo que Rodrigo, la veía de frente. “Es hermosa” pensó.

Y de pronto los acontecimientos se desataron vertiginosamente. El flaco que se paró detrás de ella y comenzó a “apretarla”. La chica intentó correrse y el tipo se corrió también. Rodrigo sintió como el calor subía a sus mejillas y su corazón se aceleraba. No se pudo contener. Se paró y le dijo a la chica:

 Vení, por favor, sentate —y mirándolo a él—, a ver si me querés apoyar a mí.

El flaco puso cara de ofendido y le contestó:

—¿Qué te pasa? ¿Estás loco?

Rodrigo dejo pasar a la chica, se acercó al flaco, se le paró enfrente, y a cinco centímetros de su cara, le dijo marcando las palabras:

—Tenés diez segundos para bajarte antes que te tire por la ventana.

El tipo se dio cuenta que hablaba en serio y los 90 kg de Rodrigo lo deben haber convencido porque caminando hacia atrás, se fue hacia la puerta y apretó el botón.

Rodrigo se agarró del pasamano del asiento de un solo pasajero de adelante y  miró a la chica. Ella puso su mano sobre la de él y le dijo:

—¡Muchas gracias! —Para Rodrigo eso fue como un beso. Con voz entrecortada atinó a decir:

—Está bien, no es nada. No me banco estos tipos.

La chica retiró la mano, y agregó:

— No. Es mucho. Donde priva el “no te metás”, vos estuviste presente.

Rodrigo le sonrió y no supo que contestarle. Pensaba miles de frases con que seguir la conversación pero no se animó a ninguna. Así siguieron en silencio hasta que ella llegó a destino. Se despidió con un:

—Chau, y gracias y otra vez.

— Chau, buen fin de semana— sólo atinó a responder Rodrigo.

El resto del viaje Rodrigo no podía sacarse de la cabeza lo boludo que había sido al no aprovechar esa oportunidad. El fin de semana se quedó en su casa y ensayó un montón de formas de iniciar el diálogo cuando la volviera a encontrar. Pensó, descartó, rehabilitó, volvió a descartar y volvió a elegir infinidad de variantes, pero no pudo encontrar la que lo convenciera. “Mejor espero e improviso” se dijo finalmente.

El regreso a casa del lunes lo encontró ansioso como nunca. Cuando el colectivo llegó a la facultad sintió que se le aceleraba el corazón. Fue subiendo la gente, pero nada. Ella no subió. Sintió una desazón muy grande y pensó: “Bueno, será mañana”

El martes casi no pudo concentrarse en el trabajo. Hacía mucho tiempo que ninguna circunstancia lo ponía así. No veía la hora de que el reloj marque las 18 hs para salir corriendo a la parada del colectivo. Por fin se hizo la hora y como siempre completó su rutina. Al llegar a la facultad la ansiedad lo desbordaba. Comenzaron a subir y la vio. “A ver como la encarás” se dijo. Le llamó la atención que pasara directamente sin colocar su tarjeta magnética por la máquina. Entonces el cielo, partido en mil pedazos, se desplomó sobre él. Detrás de la chica subió un pibe, más o menos de su edad, quien pagó los pasajes y la alcanzó. Se corrieron al fondo del colectivo tomados de la mano. Estaban muy juntos y hablaban mirándose a los ojos, con los rostros casi pegados. Ella estaba tan embelesada que ni se percató de que él viajaba en el fondo

Se le hizo un nudo en la garganta. Pensó: “Y bueno ¿qué esperabas? Estas cosas sólo pasan en las novelas”. Se puso a mirar por la ventanilla y subió el volumen de la radio en su celular. En la FM Tango retumbaba la voz de Julio Sosa: “Que ganas de llorar en esta tarde gris….” Antes no le gustaba el tango. ¿Por qué será que estaba comenzando a entenderlo?