El detective Corrales acabó de tomar declaración al Cazador.

Aunque lo que más le fastidiaba era la tediosa tarea de rellenar el informe para su superior, cuando el caso estaba resuelto la sensación del deber cumplido compensaba todo lo demás.

Y esta vez todo encajaba: un asunto de tráfico de cocaína, dos criminales y dos víctimas.

Caperucita averiguó que el Lobo distribuía la droga que alguien le suministraba. Cuando fue a contárselo a su abuelita, descubrió que ella era la traficante. De hecho, el lobo estaba allí con ella y la abuelita no dudó en ordenar a su sicario que matase a Caperucita. Menos mal que dio la casualidad de que el Cazador pasaba por allí y pudo acabar con la vida de los dos malvados.

Corrales estaba seguro de que en casa de la abuelita se encontraría el alijo, y que él se llevaría el merecido ascenso que tanto había perseguido.

En esos pensamientos andaba cuando vio cómo se alejaban Caperucita, que no había consentido separarse de su cesta ni un solo instante, y aquel pintoresco Cazador, que no dejaba de tocarse la nariz en un tic muy gracioso.

Satisfecho, comenzó a redactar su informe: “Había una vez una niña que vivía junto a su mamá en una casa del bosque…”

 

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