Se cumple el 400 aniversario de la muerte de don Miguel de Cervantes. Éste es mi pequeño homenaje.

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no logro olvidarme, me sirvieron en una ocasión un vino rojo y bravío que se terminó enredando en lo pastoso de mi boca, deshilachando cada una de las sílabas que pronunciaba.

Apenas sin darme cuenta, todo empezó a costarme un esfuerzo tremendo, el tiempo parecía haber cambiado su curso. Poco a poco todo fue sucediendo a un ritmo lento, cada vez más lento. Un sopor pegajoso contra el que no podía luchar, fue invadiendo mis ojos. Y todo lento, lento, apaciblemente lento. Sorprendentemente lento. Así despacio, sin ninguna prisa, sin ningún porqué, una neblina extraña y gris fue diluyendo los colores y las formas que me rodeaban.

La misma posada, las mismas gentes engullidas en aquella penumbra oscilante y opaca. Y todo seguía un ritmo pausado e impreciso. Y mi cuerpo lacio flotaba en aquel espacio de penumbra y en aquel tiempo lento. Mis labios ligeramente abiertos y en la boca una sed desconocida, una sed insatisfecha y apática por aquel vino rojo, que se me antojaba –aún estando el vaso sujeto entre las dos manos- lejos, muy lejos. Casi ausente. Cuando llegó ella, cuando llegó mi madre, debí sonreír con una sonrisa blanda y torpe, con ese tipo de sonrisas que deshace los rasgos hasta convertirlos en una estatua de carne fofa y sin contornos. Ella me enganchó con furia de una oreja. Una oreja ajena y distante que pudo elevar por los aires la ligereza de aquel cuerpo lacio. Mi oreja me hacía volar de la mano de mi madre. Y la gente reía pendiente de la escena. Pero era como si yo también pudiera ser espectador de lo que estaba sucediendo. No se reían de mí, no. Se reían de otro niño de nueve años. Y cuando me ponía en el pellejo de aquel pobre infeliz, me dolía la oreja y me dolía aquel otro dolor extraño y ajeno de la burla despiadada. Y la madre, mi madre, con la rabia contenida en aquellos ojos que en algún momento de su vida debieron rezumar inocencia y dulzura. Y las risas burlonas seguían llenando aquel aire como punzones afilados.

Alguien con mala intención lo dijo. Alguien que fue como el director de una orquesta desafinada. De casta le viene al galgo. Todas las voces de la tierra corearon al unísono aquella terrible frase que debió convertirse para ella, para mi madre, en algo mucho peor que una sentencia porque detuvo la presión de la oreja de aquel niño absurdo y lacio y volviéndose con todo su orgullo crecido, descarado y retador, gritó. Y su grito se ha enganchado para siempre en mi memoria y vuelve a llenar mis ojos de lágrimas cada vez que lo recuerdo. Porque mi madre me defendió de aquella chusma y no quiso verme como a ellos, como a mi padre, como a mi abuelo. Ella gritó las palabras más hermosas. El mejor poema de cuantos existieron. Magnífica y solemne fue capaz de enmudecer aquel sórdido sonido mundano y atroz, exclamando con una rabia y una contundencia que nunca más he visto a lo largo de los días de mi vida, mira quién lo dice, el mejor galgo corredor.