La ausencia es una tortura que al alma quebranta. Duele el corazón, el deseo desespera y los celos matan…

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Salí de la bañera y comencé a secarme. Estuve más tiempo del habitual aseándome y cuidando hasta el mínimo detalle que pudiera incidir en mi aspecto. Me afeité cuidadosamente, me enjuagué la boca con especial empeño y me perfumé. Aquella era la noche soñada durante tantos meses: estaba en la habitación de aquel hotel esperando mi primer encuentro con la mujer que amaba…
Nunca hubiese creído que dos personas adultas se enamoraran a través de Internet, pero yo lo estaba y era correspondido. Nos habíamos enamorado de nuestras palabras chateando y de nuestros escritos del foro literario. Relatos que describían nuestras vivencias, poemas que expresaban nuestros sentimientos, debates que reflejaban nuestro pensamiento y escritos humorísticos, contribuyeron a imaginarnos, querernos, desearnos y necesitarnos.

Pasaron los meses, nuestro amor fue en aumento y la necesidad de estar juntos se hacía cada vez más insufrible. Fue inevitable que le propusiera conocernos en un primer encuentro muy discreto. Nos atormentaba la idea de rivalizar contra la imagen idealizada que cada uno había suscitado en la imaginación del otro. Aquello que sentíamos podría ser producto de un sueño, de una fantasía que, como un espejismo, se disolviera con la vivencia real de nuestra imagen y personalidad.

«—Yo también deseo estar contigo —me dijo ilusionada—. Pero… no te rías ¿eh? —siguió con risa nerviosa y me preguntó—: ¿Te vas a reír?…
Le dije que no me reiría fuese lo que fuese y me hizo prometérselo.
—Verás… —continuó— En realidad yo soy muy tímida y he pensado en una cosa que me ayudaría a romper el hielo.
—Vale —le dije yo y la animé para que continuara—. Dime qué es, prometo que se hará como tú quieras.
—Tú me esperas en la habitación a una hora. Yo, cuando esté frente a la puerta te hago una perdida para que sepas que he llegado. Entonces apagas todas las luces y entro… ¿Te parece bien?
No me reí, comprendía su punto de vista y me gustaba que expresara su timidez.
—¡Claro que me parece bien! —le respondí— Pero con la condición de que pasado un rato encenderé alguna luz. Quiero verte y amarte tal como eres.
—¡Claro, cariño —asintió—, yo también te quiero ver a ti!… ¡Pero cuando mi timidez haya desaparecido!»
Y así fue cómo planeamos aquel encuentro, que estaba a punto de producirse: faltaban quince minutos eternos…

El espejo del armario reflejó mi cuerpo y le eché un vistazo con mirada crítica y preocupada. Me vestí y ensayé con todas las lámparas para ver cuál luz encendería que nos proporcionase suficiente luz para vernos, pero lo más suave y tamizada posible. No quería que un exceso rompiese el encanto.
Por fin llegó la hora acordada y mi nerviosismo iba en aumento. Temí que en el último instante ella no apareciera. Pero la llamada se produjo y con una puntualidad que me sorprendió. Mi corazón comenzó a saltar con una violencia estremecedora.

Abrí la puerta y allí estaba ella. Lucía una nerviosa sonrisa y expresión incierta, entre temerosa y esperanzada. Su rostro era enmarcado por cabellos castaños, con sendos mechones sobre sus sienes que caracoleaban en graciosos rizos. Sus ojos azules, intensos y almendrados, brillaban expectantes acariciando cada uno de mis rasgos. Nariz recta y proporcionada; labios carnosos, entreabiertos, receptivos y húmedos, promesa de besos soñados. Sueños y promesas que por fin se harían realidad aquella noche.
Los dos nos quedamos por un momento quietos y callados: sobraban las palabras. Nuestras almas hablaban el lenguaje íntimo y sutil de los sentimientos. Se comunicaban su amor, su ternura y su pasión largamente refrenada.
Sentí tal emoción, que sólo acerté a decir con voz insegura y blanda:
—¡Hola!…
Ella, más resuelta, pero con el rubor coloreando sus mejillas, respondió con alegre ironía:
—¡Hola! ¿Nos quedamos aquí o entramos?…
Maldije para mis adentros mi torpeza y me moví a un lado para que ella entrara en la habitación. Al pasar junto a mi percibí el olor a rosas que desprendía su cuerpo y la tela de su vestido me rozó, provocándome un estremecimiento. La seguí y cerré la puerta tras de mí.
En la penumbra de la habitación su silueta era más un misterio imaginado, que una realidad. Se volvió y puso sus manos en mi nuca y acercó a los míos sus labios; mientras, su cuerpo turgente se apretaba con el mío, haciendo que una erección instantánea clavara mi sexo en su bajo vientre. Al principio el beso fue suave y cálido, como explorándose unos labios y otros; luego fue apasionado, ardoroso y largo, que nos hizo perder el aliento hasta que nos separamos sofocados.
—¡Te quiero!… —le dije en un susurro, apasionado, y con la voz entrecortada le repetí—: ¡Te quiero!
—Y yo a ti, cariño —respondió ella, más segura de sí misma.
La tomé por la cintura y con blandura, pero con mi aplomo renovado, la llevé hasta la cama y nos sentamos.
La emoción de aquel momento nos hizo ser como colegiales inexpertos, hasta el punto que por un instante no supimos cómo empezar. Durante unos segundos, que me parecieron interminables, estuvimos quietos intentando traspasar las tinieblas que nos envolvían. Sólo veía su silueta y algún punto de luz reflejado en sus pupilas inquietas. También sentía la tibieza de su cuerpo en mi brazo, pues aún la tenía abrazada por la cintura. Le besé en los labios, le mordisqueé la oreja y mi boca buscó sedienta la piel de sus senos. Por fin me decidí y le desabroché a tientas los botones de su camisa; le descubrí los hombros y acaricié la hondonada de entre sus pechos que, suaves, cálidos y perfumados, vivificaron mis sentidos y me excitaron. Ella correspondía entre suspiros a mis caricias devolviéndome los besos y enredando sus dedos entre mis cabellos.

Tanteé en su espalda y destrabé los corchetes del sujetador. Sus pechos quedaron al descubierto y, con irrefrenado ardor, los besé. Con ternura mordí y lamí sus pezones que de inmediato se atiesaron. Para entonces la excitación de mi sexo era total y comencé a sentir la tirantez en la piel de mis testículos y la tensión del pene fuertemente apretado contra mi bragueta.

—¡Cariño, estoy mojada! —oí que me decía con voz entrecortada.

Terminé de quitarle la camisa y me centré en quitarle la falda. Ella se internó más sobre la cama y me dejó hacer. Yo, como si de un rito sagrado se tratara, con emoción contenida y calculada lentitud, disfrutando el momento le quité las bragas. Tanteé su cuerpo, acaricié sus nalgas y llevado por mi deseo entre las piernas le llevé la cara y me sumergí en el éxtasis de sentir su sexo caliente en mis labios. Lo besé, lo lamí, lo mordí, le introduje los dedos y ella se estremecía con los juegos de mi boca y de mis manos.

De pronto me apartó y con prisa nerviosa me quitó la camisa, trasteó en la hebilla del cinturón, me bajó la cremallera, me quitó el pantalón y los calzoncillos. Pronto quedé desnudo. Ella se me abrazó y acabamos acostados los dos, sintiendo nuestra piel ardiendo de deseo. Una atmósfera de pasión y amor envolvía nuestros cuerpos, en efluvios perfumados con el aroma natural de nuestros sexos.
Hice que se pusiera de costado y entrecrucé mi pierna izquierda entre las suyas y al fin la penetré. Lo hice con suavidad y movimientos lentos; luego, más rápidos, más enérgicos, mientras nuestros cuerpos se estremecían entre jadeos compasados.
Ella se agitó y se contrajo en un fogoso orgasmo. Yo, cambiando de postura, besaba su boca y sus pechos, mientras recorría con maestría su cuerpo con las manos.
Encendí la lamparita y, ante mí, yacía desnuda sobre la cama en todo su esplendor. Tímida, ruborosas las mejillas, tensa y con las piernas aún cerradas, me ocultaba lo más íntimo de su sexo. Con mirada enamorada anhelaba mis caricias. Yo le sonreí e intenté ser tierno y comprensivo.
Mis ojos recorrieron con ansia aquel cuerpo tan deseado. Con concentrada atención memorizaba para siempre aquellas formas femeninas, mil veces por mí imaginadas.
Su piel era blanca, de textura suave y cálida; pechos generosos y bien formados, de gruesos pezones y areolas rosadas. Tenía el vientre ligeramente redondeado, con un gracioso ombligo que incitaba los besos de mis labios. Delicadas curvas que la hacían esbelta y delgada moldeaban su cintura. Las caderas eran anchas; sus muslos suaves, llenos y bien formados y su prominente pubis, poblado de corto vello cobrizo y anillado, me excitaba sobremanera.

Me incliné sobre ella con ternura y la besé en el cuello, en la sien y en los labios.
—Mi amor… te quiero —murmuré con voz ronca y apasionada— ¡Dios… cómo te quiero!
Ella se estremeció…
Pasé con suavidad las yemas de mis dedos por su garganta, sus delicados hombros y los laterales de sus pechos. Vi cómo su piel reaccionaba a mis caricias y cómo se estremecía a mi contacto. Besé sus pezones y bajé mi boca apenas rozando hasta su ombligo y se lo humedecí con la lengua. Ella, mientras, me acariciaba la nuca, los hombros y el pecho, y sentí con placer su tibio contacto.
Al fin besé su pubis y ella, en un acto reflejo, alzó las caderas y entreabrió sus piernas en una invitación más íntima, mientras el deseo la inflamaba. Comencé a lamer su clítoris caliente, húmedo e hinchado y, de parte a parte, a todo lo largo, entre los abultados labios la punta de la lengua fui pasando. El olor natural de ella se abrió paso sobre el perfume a agua de rosas que despedía todo su cuerpo. Mi excitación fue en aumento. El deseo de poseerla me acuciaba, me enternecía y hacía que mi sangre ardiera en mis venas. El aroma y el calor que su sexo despedía me vigorizaban y hacían que mi pulso se acelerase de forma inusitada.
Oí su respiración entrecortada y cómo entre jadeos me suplicaba que me tumbara junto a ella, en posición intercambiada.
—Ven —me decía con un hilo de voz—, quiero sentir en mis labios, con mi lengua y en mi boca tu sexo… ¡Quiero besarlo!

Adoptamos la posición que ella me demandaba y estuvimos un rato gozando los dos. Mientras yo me concentraba en su placer, sentía sobre la sensible piel de mi glande los besos de sus labios y el calor húmedo de su boca y cómo sus manos apretaban la base de mi pene y acariciaban con temerosa suavidad, como si temiera dañarlos, mis testículos ya inflamados.
De repente ella se giró y, con deseo incontenido, subió a horcajadas sobre mí. Nuestros sexos se acoplaron y sentimos el gozo de una penetración profunda y fácil. Cabalgó con sabios movimientos de rotación, de atrás adelante y de arriba abajo, hasta que al unísono alcanzamos el placer en un común orgasmo que nos conmovió, que nos hizo gritar y nos dejó a los dos sin resuello.
Quedamos inmóviles, felices y abrazados; con el corazón acelerado, las almas unidas y los cuerpos sudando. Al poco, nos exploramos los cuerpos, en todos los rincones nos besamos y así seguimos toda la noche entre suspiros y sonrisas… amándonos.

Quedamos exhaustos y con los cuerpos muy pegados, musitando palabras de amor, yo emocionado y ella de felicidad, con las lágrimas brotando.
—¿Hasta cuándo, amor? ؙ—me preguntó con melancolía.
—¡Hasta siempre!… Habrá más encuentros —respondí—. Mientras, seguiremos el uno con el otro soñando y, a ratos, cuando se pueda, chateamos.
Dormimos un par de horas fundidos en un abrazo. Al cabo, ella se levantó y se fue al baño; cuando volvió lucía radiante con sólo una toalla enrollada en su cabeza. Se acercó a la cama y me besó con sedosos labios, apenas rozando, en la espalda y en los hombros.
-Cariño, levántate —dijo con un eco de tristeza—. Nos tenemos que ir ya…
Me levanté y ella estaba allí mirándome con húmedos ojos, tan deseable y desnuda, que la abracé y besé con desesperada pasión y allí mismo, de pie, la hice mía penetrándola con contenida rabia. Tal vez aquella fuese la última vez que hiciéramos el amor…

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La cercanía es hálito de vida, la nostalgia desgarra. El sexo en el amor es necesario, sin amor el sexo no es más que capricho y el capricho no tiene sentimientos. No fue un capricho nuestro encuentro. Los dos estábamos enamorados y por eso hicimos el amor. Pero nuestros sueños eran imposibles: ella estaba casada y el sentimiento de culpa hizo que nunca más volviésemos a encontrarnos.