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Era tan blanca su soledad, como negro todo a su alrededor. Su sonrisa escondía
el dolor de toda su cordura, como le hubiera gustado estar loca de atar,
escapar de su asfixiante cárcel
de realidad intransigente.
No le permitían cerrar los ojos para soñar…

Así que aprendió,
aprendió a soñar despierta
en cada consuelo y en cada olvido.

A trepar por sus lagrimas
hasta el ultimo rayo del sol.

A tejer telarañas de pasión
encubiertas de casualidad.

A escabullirse entre cortinas de humo
y ser despierta tras la luna.

A respirar tras guardar la respiración
mientras cadenas desuellan
razones de desquiciada desazón.

No deseaba más la cordura de esa razón.

Cuanta cadena de plomo en ella había,
cuanta soledad maldecida.

Solo deseaba colgarse de la locura
escondida,
la de cualquier letra o cualquier sonrisa,
ser la majestad de lo callado,
ser la princesa de lo amado
ser la caricia de una nota.

Lo natural en esta realidad era ser mentira, una mentira llena de maquillajes y pompones , estatuas de bronces vacías. Y ella odiaba esas mentiras y los maquillajes la intoxicaban, y los pompones la mataban, no soportaba los hombres de negro y sus guadañas de lo correcto.

Ella no era de bronce hueco.

Ella era de alma y luz,
de universo y magia liberada,
estrella de cualquier sueño,
marea de las estelas.

Ella estaba hecha de risa infinita
y de miradas del corazón,
de amantes sin razón
y de locuras pintadas en libertad.

Le gustaba nadar entre ballenas y delfines del cielo,
pasear con los gigantes
de cualquier molino,
y entrelazar dedos de los bosques.
Adivinar el camino de las nubes
y surcar los charcos
sin timón ni botas de agua.

Ella era así…
tan blanca en su soledad,
tan loca de atar
que aprendió a soñar despierta.

 

FRAN RUBIO VARELA.© Septiembre 2018.