Marcel, aterrorizado, contaba las paladas de tierra que caían sobre su ataúd. Le estaban enterrando vivo  a causa de una extraña enfermedad que había atacado su cuerpo dejándole en un estado extremo de inmovilidad y rigidez, con sus funciones vitales tan sumamente reducidas que  simulaban la muerte. Sus ojos podían ver y sus oídos escuchar, pero alguien caritativo le cerró los párpados, con lo que permaneció alerta enterándose de todo lo que aconteció a su alrededor.

—¿Está muerto doctor?

La pregunta de su esposa se incrustó dolorosamente en el cerebro del Marcel. Su voz llorosa y angustiada le hizo sentir un nudo en la garganta.

—Desgraciadamente, así es. No hay pulso, ni respiración y tiene la piel fría.

La voz del médico era clara, sin emoción, como de quien está acostumbrado a dar malas noticias sin involucrarse demasiado en los sentimientos de sus pacientes.

Marcel escuchó como su mujer se sonó la nariz y arreció el llanto, mientras seguía diciendo al médico.

—Anoche cuando nos fuimos a la cama se encontraba bien y hoy…

No pudo continuar, la voz se ahogó en lágrimas de dolor. El médico debió sentirse incomodado y escuchó unos pasos como si se hubiese acercado a ella. Escuchó como intentaba consolarla con voz algo menos fría

—Lo lamento señora, pero no se puede hacer nada por su esposo. Si tiene a alguien que pueda encargarse de su funeral, le recomiendo que avise cuanto antes, si no conoce a nadie, puedo recomendarle a una persona amiga…

La palabra «funeral» enervó a Marcel, que de haber podido, hubiese dado un puñetazo al matasanos que lo declaraba muerto.

—¡Noooo…!¡Estoy vivo…! ¿No ves que no estoy muerto, médico del demonio? ¿Por qué tienen que preparar mi funeral…? —¡Esperad un poco más… no me enterréis vivo  por favor!

Nadie escuchó sus súplicas y lamentos, porque éstos morían sin nacer tras sus labios cerrados. Gritó y gritó con la mirada fijamente posada en el techo de la habitación, cuando unos pasos cerca de su cama le hizo saber que alguien se acercaba. Al instante, en su campo de visión apareció el mayordomo con cara de circunstancias. Quiso mover los ojos, cerrarlos, hacer algún movimiento para dar a conocer a su criado que estaba vivo, pero éste acercando la mano sobre su cara cerró sus párpados. Dos lagrimones resbalaron por las esquinas cayendo en la almohada, pero el fámulo no las vio, pues comenzó a ordenar a las criadas como debían actuar para amortajar al amo,  y Marcel fue incapaz de comunicarle la situación tan desesperada en la que se encontraba.

Sintió como las tibias manos de las mujeres quitaban la ropa de cama que le cubría y después la suya propia; como le asearon y afeitaron; lavaron su pelo y le perfumaron… todo bajo la atenta mirada del mayordomo que  impartía órdenes  sin dejar de moverse por la habitación; le colocaron el sudario que olía a naftalina y con esto, el criado dijo a las chicas que podían marcharse.

—¡Pobre señor, tan joven…!—dijo una de las muchachas con voz llorosa.

—¡Silencio!—dijo el mayordomo.

El olor de los cirios encendidos a la cabecera de la cama; el aliento de la esposa sobre su cara;  una  mano suave sobre las suyas; un beso depositado en la mejilla por el más pequeño de sus hijos… todo esto era una punzada añadida al desasosiego y la rabia incontenible de Marcel que vio como los preparativos de su funeral se acercaban a paso de gigante hacia su enterramiento. Cuando alguien se aproximaba a él, esposa, hijos, parientes, amigos… a dedicarle, cada quien a su manera, el último adiós, repetía la misma súplica con idéntico resultado. Nadie la podía escuchar.

—¡No me enterréis vivo, por favor… No me enterréis vivo…!

Las oraciones arreciaron y un olor a incienso se extendió por la habitación: Había llegado el momento de ir a la iglesia para celebrar el oficio de difuntos. Sintió que unos brazos fuertes lo alzaban y lo introducía en un espacio duro y ajustado y supo que estaban metiéndolo dentro del ataúd; el traslado en andas hasta el coche de caballos,  bufando y moviéndose impacientes; el traqueteo del camino hasta la Iglesia;  de nuevo, el olor a incienso  inundó sus fosas nasales cuando quitaron la tapa; las abluciones del sacerdote sobre su cuerpo y su cara; el panegírico del párroco…

—Fue un gran hombre, piadoso, amante de su familia, vecino ejemplar… Nunca denegó un favor y ayudaba a todo aquel que lo necesitaba…

—¡Hipócrita, si no me podías ver…! ¡Déjate de sermones y mírame…! ¡Miradme todos bien… estoy vivo, vivo, viiiiivoooo… ¿Por qué no me escucháis? ¿Es que no me oís…?  ¡No he muerto, sigo aquí con vosotros…! Por favor… por favor…. no me enterréis…!

Terminó el oficio y Marcel sintió cómo de nuevo colocaban  la tapa sobre él,  la sensación de ahogo, el movimiento de la carrera esta vez, dirigiéndose hacia el cementerio…

Quiso mover los brazos, las piernas, patalear la madera que lo contenía, golpear con los puños cerrados la caja que lo asfixiaba… pero, su cuerpo rígido no respondió ni la más mínima de las órdenes que le daba. Todo el esfuerzo moría en su cabeza antes de nacer de igual forma que los ruegos y súplicas morían tras sus labios cerrados.

Y llegó el final… las últimas condolencias, los últimos rezos y el golpe sordo del ataúd sobre la tierra dura.

La desesperación de Marcel rayaba ya en la paranoia:

«Voy a volverme loco aunque, ¿qué más da si al final acabaré ahogándome en este féretro?»

Sus esperanzas se fueron desvaneciendo cada vez más rápido mientras contaba las paladas de tierra que  le estaban cubriendo para siempre. Nueve… diez… doce…

Los pasos de la gente se alejaron poco a poco y el enterramiento acabó. Cesó el ruido. Todo  había terminado y un silencio tétrico e  inmenso se instaló en el alma del hombre, aunque solo duró un momento. No pensaba rendirse hasta que le quedase un átomo de aire que respirar dentro de aquella caja. Gritó y gritó. Sintió en su boca el sabor dulzón de la sangre. El oxígeno comenzó a escasear y de pronto su cuerpo despertó. De  su boca surgió un alarido espeluznante que sonó retumbó como un trueno por todo el cementerio.

—¡Estoy vivoooo… Sacadme de aquíííí…!

Aunque las piernas y las manos estaban algo entumecidas, golpeó la tapa, las paredes del ataúd, se desgarró la túnica que le oprimía el cuello en un intento de respirar mejor…

A sus oídos llegó un ruido, se tranquilizó momentáneamente y prestó atención… alguien rascaba en la tierra…

—¡Aleluya…! Le habían escuchado y le sacarían de allí…¡Gracias Dios mío…!

Su esperanza había regresado y la alegría era inmensa. Por fin podría despertar de aquella horrible  pesadilla.

—¡Daos prisa… me queda  poco aire…!

Cada vez los escuchaba más cerca… Ya los sentía sobre la tapa… En un momento sería libre…

Puso atención, algo no iba bien… No se escuchaba trastear en el candado de la caja, ¿quizá estaba atascado o habían perdido las  llaves…?

—¿Quién anda ahí…? —gritó— ¡Sácame de aquí, por Dios….!¡ Date prisa, me ahogo…!

Golpeó la tapa con todas las fuerzas que le quedaban…

Sintió corretear por encima de la caja y escarbar la tierra. Escuchó roer la madera… Apenas consiguió ver la sombra que se colocó sobre el cristal frente a su cara, pero sí le vio los ojos… Unos ojillos rojos inquietos, que le miraban fijamente. Después otros y otros y…

—¡Ratas…!¡Noooo…! ¡Socorroooo! ¡Por Dios… así no… así no…!

La tapa del ataúd se convirtió en un hervidero de animalitos voraces que anhelaban cruzar la barrera que les separaba de aquel suculento manjar.

Marcel, con los ojos aterrorizados y con una angustia infinita observó el movimiento de aquella horda y supo que su muerte sería mucho más terrorífica que la asfixia.

 

 

Photo by juglar del zipa

Photo by Zenia Núñez