El Toboso, domingo 16 de agosto de 1936. 03.47 a.m.
El Cadillac recorrió lentamente las calles de El Toboso con los faros apagados. Los braceros percibieron el gorgoreo del motor. Ninguno se atrevió a observar por la ventana de sus humildes viviendas. Conducía Don Guillermo Alonso Bienvenida. En el asiento posterior su mujer estrechaba a su hijo contra el pecho. Le susurraba: “No pasa nada. Tranquilo. Todo está bien. Pronto estaremos a salvo”. Don Guillermo los observaba por el espejo retrovisor. Ella se esforzó en que no viese su miedo. Atravesaron las calles, todas iguales, todas, con esquinas que daban acceso a la siguiente, sin encontrar alivio de verse fuera del pueblo. Todo permanecía inusitadamente en silencio. Todo desierto. El temor mantenía escondidos a los habitantes de El Toboso.
A los pocos kilómetros, un grupo de milicianos del Frente Popular detuvo el vehículo. Habían esperado a que abandonaran el pueblo, porque Don Guillermo, exigente pero justo, era respetado por los braceros y sus familias. Un miliciano abrió la puerta, le sujetó por las solapas de la chaqueta y le arrastró fuera del automóvil. Otro, que había compartido pupitre en la escuela, le golpeó en el estómago con la culata del fusil. Su cuerpo se arqueó. El dolor debilitó las piernas y cayó de rodillas. ¿Cómo era posible que, de un día a otro, aquellos que parecían respetarle sintieran tal odio hacia él y hacia su familia?
La mujer permaneció abrazada al pequeño, todo el camino de regreso a El Toboso. Ninguno de sus habitantes se atrevió a asomarse a la ventana de las casas para ver pasar al Cadillac, que ya no conducía Don Guillermo. A los dos días fusilaron al matrimonio, y a su hijo Guillermo, de seis años, le dejaron al cuidado de su tío Fulgencio, quien se convirtió en tutor legal hasta la mayoría de edad.
Soy Isabela Alonso Ruiz, nieta e hija. Así lo contaba mi padre. Pese a la corta edad, mantuvo en el recuerdo aquella fatídica noche.
El Toboso, martes 18 de agosto de 1936.
El Toboso se transformó en una población que recibía con ceño hosco a los extraños. Las casas parecían inabordables, sin luces, como pequeñas fortalezas blancas que no dejaban entrever nada de aquello que sucedía en el interior. Fueron tiempos difíciles soportados con la apariencia de que toda la villa, como un solo hombre, era fiel al gobierno de la República.
La realidad era otra. En las elecciones de febrero, cinco meses antes del comienzo de la guerra, de los dos mil quinientos habitantes, sólo mil cien participaron y, de ellos, doscientos votaron por los partidos del Frente Popular, y novecientos por los partidos de la derecha.
La tierra alrededor de El Toboso pertenecía a pequeños propietarios. Había también algunos grandes terratenientes, de los cuales mi abuelo era el mayor de ellos. Las tierras fueron rápidamente confiscadas, pero el Frente Popular las puso bajo el control del director técnico, ingeniero agrónomo de profesión: Fulgencio Alonso Donoso, primo segundo de mi abuelo y administrador hasta ese momento de sus tierras. Era un hombre de poca estatura, grueso en demasía, muy listo, amante del refranero que citaba con oportunidad, y al que manifestaban respeto por el buen hacer en el rendimiento de las cosechas. El nuevo director técnico organizó el cultivo de todas las tierras confiscadas y empleó a los mismos braceros que siempre las habían trabajado. En febrero del año siguiente las labraron con trigo, avena y cebada, por lo que fue posible dar de comer a los trabajadores y a sus familias. No fue una labor sencilla. Fulgencio tuvo que oponerse al Frente Popular, que pretendía que las tierras confiscadas fueran entregadas a los campesinos. Los persuadió de que repartirlas podría ocasionar disturbios, porque “Dar la tierra es fácil, pero si se trabajan mal, recuperarlas otra vez es muy difícil”. Logró que no se malograran las propiedades y que se mantuvieran bajo su supervisión técnica. “Después de la guerra ya se verá lo que se hace”, sentenció sin contemplaciones. En El Toboso las haciendas continuaron como buenas fincas que un director técnico independiente administraba, a la espera del regreso de su dueño legítimo. Así fue como se conservaron intactas, y aun mejoradas, todas las propiedades que heredó mi padre. Al finalizar la contienda civil, se había convertido en el mayor y rico terrateniente, el único con capacidad de atender la gran demanda de alimentos de la posguerra. Su tío Fulgencio continuó, sine die, como administrador. De inmediato, y aunque tenía sólo diez años, comenzaron a llamarle Don Guillermo, como a mi abuelo.