Con un vaso de ron en la mano, que rellenaba continuamente y bebía de un trago, inició el relato. A menudo realizaba una pausa, cogía una servilleta de papel y se secaba las lágrimas.
—En un caserío del sur de Francia aprendí a manipular explosivos y a fabricar coches bombas. En enero del pasado año llegamos a Madrid. Disponíamos de una red de pisos francos; estábamos seguros de que les “íbamos a dar por culo a estos españoles que no hacían otra cosa que jodernos”. Planificamos, durante semanas, nuestro primer atentado. A mediados de junio estaba todo dispuesto. Robamos un Ford Sierra y un Talbot Horizon: en el primero instalé la trampa.
»Ametrallamos al coronel Vicente Romero y al chófer. Cuando cambiamos de vehículo, activé los explosivos. En el piso franco celebramos con champán las tres muertes, incluida la de un artificiero de la Policía Nacional. Aquella noche sentí, de manera inesperada, las primeras palpitaciones; un fuerte dolor en el pecho, una horrible sensación de asfixia que me obligaba a estar tumbada sobre la cama, No podía dejar de llorar. Iñaki De Juana informó a la cúpula de ETA. Decidieron que debía permanecer en mi puesto.
Calló un instante. Me mantuve en silencio y prosiguió:
—Un mes después, a finales de julio, tras el asesinato de un vicealmirante, volví a tener otra crisis. Sentí un peso intolerable que oprimía mi pecho, la presencia invisible del horror, las tinieblas de la noche más oscura. Iñaki reportó mi comportamiento, según él, poco profesional, y de nuevo recibió la orden de tener paciencia conmigo.
»A principios de septiembre realizamos el siguiente atentado. Preparé el coche bomba para que hiciera explosión al paso del minibús de los guardias civiles que cada día se dirigían al relevo del Congreso. Yo debía pulsar el detonador, pero entonces advertí que la plaza se hallaba atestada de madres con hijos que esperaban la entrada al colegio. No lo habíamos previsto. Durante la planificación, el centro educativo se encontraba cerrado. Aquel día, tras las vacaciones, regresaban todos a las aulas. Quedé bloqueada e Iñaki me arrebató el pulsador. El desfase de segundos evitó la muerte de los agentes, pero la metralla provocó numerosos heridos entre las madres y los niños que, ensangrentados, quedaron esparcidos por el suelo chillando de dolor. El humo de la explosión se entremezcló con el olor metálico de la pólvora y se tornó irrespirable. Entre la neblina divisé miembros amputados cubiertos de sangre y a las víctimas que pedían auxilio. Tuve arcadas. Dos compañeros me sacaron a rastras, mientras los guardias civiles dispararon contra nosotros. Fuera de mí, estuve a punto de provocar la detención de todos nosotros. Iñaki estaba tan enfadado que quería pegarme un tiro. Ahora la policía sabía quiénes integrábamos el Comando Madrid. No me lo perdonaron. Fue mi último atentado.
»Al día siguiente volaba hacia Nicaragua con un falso pasaporte mejicano y dos mil dólares en el bolsillo. No era sanitaria como tú, sólo maestra de euskera. El Frente Sandinista me ayudó a establecerme aquí, en Bluefields y a poner en marcha la pulpería. Cada noche recuerdo a “mis” muertos. Me despierto y lloro por ellos y las familias. No sé si algún día lo superaré.