La Esperanza, sábado 8 de septiembre de 1979. 3.47 p.m.

Cruzaron el puente de hierro y el autobús se detuvo junto al arcén que delimitaba el talud que descendía verticalmente hasta las bravas aguas que, tras golpear con estrépito contra los pilares metálicos, aparecían coronadas de espuma blanca.

—Hemos llegado, señorita —dijo el conductor—. Este es el río Siquia. Allí está el lugar que busca.

Señaló un estrecho camino que bordeaba el río. Isabela recogió el equipaje bajo el que había permanecido agazapada durante casi siete horas. Descendió y vio partir, renqueante, al autobús con destino a El Rama, a doce kilómetros de distancia. Se encontraba entumecida, dolorida, contenta, feliz. La maleta en una mano, la gran bolsa en la otra. El corazón acelerado. Se sentía viva. Inició la pequeña caminata en medio de una ingente multitud de árboles, algunos de ellos de más de cincuenta metros impedían ver el sol; de tronco rectilíneo provistos de contrafuertes se elevaban hacia el cielo recubiertos por lianas y enredaderas, en busca de la luz solar. Los agudos chillidos de monos rompían el silencio de la selva, saltaban de árbol en árbol con el balanceo de sus brazos; loros, tucanes, guacamayas y aves, cuyos nombres ni siquiera conocía,  revolotearon sobre su cabeza. El camino discurría entre grandes helechos, pequeñas palmeras de frutos púrpuras, bromelias, orquídeas de múltiples colores y olores; margaritas, tulipanes y ojos de león; crecían bajo aquellos árboles centenarios de matapalo, ceiba y hule. Isabela se bautizó en el maravilloso olor verde, lleno de vida y tierra húmeda. Eufórica, descubrió que canturreaba “Puentes sobre aguas turbulentas” de Simon y Garfunkel. Aceleró el paso. Deseaba empezar, cuanto antes, a ser de utilidad en aquel maravilloso lugar. A unos doscientos metros, en un claro de selva, vio la gran techumbre de uralita, con vertiente a dos aguas, cubriendo la edificación como un enorme libro invertido abierto en la rivera del caudaloso río. Los albañiles realizaban obras en aquella gran casa de ladrillo de una sola planta, con amplios ventanales abiertos a la tupida forestación que parecía acogerla maternalmente en su seno. El tejado creaba un gran porche acariciado por el paraíso.

La esperaban. Dos hombres jóvenes, vestidos con pantalones cortos y el torso desnudo, acudieron, solícitos, a su encuentro.

—Hola, Isabela eres ¿verdad? Nosotros austriacos ser y construir hospital venir —dijo el más alto, atlético, rubio y con barba de apóstol—. Yo, llamar Folka, él, Reimar.

Señaló al compañero. Era un joven de mediana estatura, redondo como una katiuska. Tenía la cabeza afeitada. Lucía una poblada barba negra, que le recordó a Brutus, el enemigo de Popeye. La observaron con agrado. Isabela tenía el pelo negro a lo garçón y grandes ojos de color oscuro. Vestía una falda hippie azul con florecitas rojas, que le llegaba a los tobillos, y una blusa blanca atada por debajo del busto, que resaltaba los pechos sin sujetador. Los dos médicos se sonrieron, cómplices. Isabela los entendía con dificultad.

—¿Lleváis aquí mucho tiempo? —preguntó ella.

—Llegar semanas cuatro aquí. Fantástico lugar este ¿no? Problema nuestro entender no gente nosotros. Ayuda necesitar —contestó Folka y comenzó a reír a carcajadas, a las que se unió el compañero.

Le parecieron muy graciosos. Experimentó un estallido interior de entusiasmo: «Todo es perfecto, perfecto. Los médicos me necesitan, la población indígena me necesita. Me voy a entregar en cuerpo y alma». Mientras los dos la acompañaban hasta su habitación, le comentaron, con aquel lenguaje tan gracioso, que los obreros estaban construyendo una cabaña detrás de la casa para que, una vez terminada, fuera el alojamiento del equipo sanitario. La habitación era monacal: una cama junto a la ventana, una silla y un pequeño armario. La dejaron a solas hasta la hora de la cena para que pudiese descansar. Isabela colgó los cinco vestidos de algodón, de colores claros y muy ligeros, comprados expresamente para el viaje en Galerías Preciados, porque pensó que en Nicaragua siempre hacía calor, y no se equivocaba. Tuvo que apretujarlos unos con otros para que cupieran también los cuatro uniforme blancos, pantalón y chaqueta, que había llevado consigo. Dejó, en el suelo del armario, la bolsa de aseo y los cinco cartones de “Fortuna”. Subida a la silla, se aupó para colocar la maleta vacía sobre el techo del armario. La gran bolsa, en la que transportaba los medicamentos, la autoclave, el material de curas y cirugía menor, la dejó bajo la cama a la espera de hacer entrega del contenido.  Se quitó la falda, la dejó con delicadeza en el respaldo de la silla y se tumbó. Cerró los ojos. «Es como lo había imaginado», pensó. «Aquí, voy a ser feliz. Espero llevarme bien con los compañeros».