Recién inaugurada la década de la victoria para unos y de la derrota para otros, los primeros regocijados, entretenidos en desfiles públicos por doquier, y saboreando en privado el reparto de la nueva España. Los otros, los perdedores sufriendo las represalias de aquella locura mortalmente vivida por los extremos patrios, y en el medio, millones de inocentes que se vieron envueltos en la sinrazón.

Los hermanos mayores de las niñas, fueron adultos por imperativo de la miseria, cada día salen a buscar cualquier cosa que echarse a la boca, ardua tarea con exiguos resultados. Pero, aun así, de vez en cuando, ante el triunfo por un pequeño pedazo de pan de centeno peleado y envuelto como oro en paño en el pañuelo, lo sujeta firme con la mano dentro del agujereado bolsillo de un viejo y raído pantalón heredado de su padre. Corre sin parar, con el corazón que se le sale por la boca, galopa alegre hasta la madre que lo recibe con una triste sonrisa de orgullo por el tesoro que porta el zagal. Ahora toca dividir el pan en seis cachos el mendrugo, que tiene muchas más espigas duras como agujas que nutriente alguno, como era de costumbre en el reparto, al final siempre bajo la magia materna, el chusco se convierte tan solo en cinco pedazos. De mientras ella, madre mira roer a sus hijos el pan previamente humedecido en agua, al compás que oye los rugidos gástricos, el dolor en las tripas, aún recuerda su infancia en el obrador de la panadería de sus padres, rodeada de pan blanco, sueña despierta con las madrugadas oliendo el pan recién horneado con leña, y con los sabrosos «libricos», o los «sequillos», y sobre todo los «panes benditos» el pan dulce que en febrero por San Blas no parábamos de elaborar. No puede evitar a pesar del amor que siente por él, la mala cabeza de su marido.

—¿Por qué tenía que meterse él en nada? Se lo llevaron sin contemplaciones de la casa, entre lloros y suplicas, las dos pequeñas de tan solo nueve años una, y seis la otra, se agarraron con las manos a las perneras del pantalón, abrazadas las piernas, clavaron fuertemente sus uñitas en un intento desesperado por anclar el destino de aquel pobre hombre a su vera. Pero faltos de compasión aquellos hombres armados arrastraron a su padre, tiraron del maestro por la calle hasta el calabozo, arrastraba los pies ante la mirada furtiva de los vecinos, miraban a través de tímidos resquicios abiertos con un dedo en los visillos que oscurecen y ocultan cobardes las inhumana venganza.   .

— No se lleven a mi padre, — gritaba la mayor, la menor solo atinaba a llorar inconsolable—

todo esfuerzo fue en vano, el hombre acabo con los huesos en una de las celdas habilitadas en el ayuntamiento.

Durante los siguientes días la madre se acercó varias veces para intentar verlo, pero entre lágrimas volvía a la casa sin conseguir nada más que algún improperio y mucho desprecio. Una noche cuando aún el Sol se resistía a ocultarse, Carmen la mayor de las niñas menores insto a la pequeña Maruja a darle la mano, y le repitió mil veces, que cuando llegarán donde quería ir, y ella le diera una patada disimulada en el tobillo tenía que llorar como nunca lo había hecho antes. Cogidas de la mano las dos niñas se aventuraron a ir a casa del alcalde, un falangista moderado, católico y médico de profesión. Al llegar a la puerta Carmen llamó decidida golpeando sus huesudos nudillos contra la robusta puerta de roble, la pequeña temblaba a su lado sujeta a la mano de su intrépida hermana. A los pocos segundos se abrió la puerta, y frente a ellas tenían al alcalde, que con media sonrisa intrigada les pregunto qué hacían allí, Carmen le explico que eran hijas de Antonio, hijas del escultor conocido en el pueblo como el maestro, y le explico con una claridad meridiana lo sucedido, una argumentación muy alejada de una niña de su edad, «en medio de la explicación le dio disimulada la patada a Maruja, que de inmediato empezó a sollozar con sus pucheros incluidos» le suplicó de tal manera, que aquel hombre se le debió partir el corazón, y tras hacerles pasar y darles dos buenos pedazos de pan blanco, les prometió que si iban en un rato al ayuntamiento, se podrían llevar a su padre a casa.

Así lo hicieron, al llegar y con el desprecio habitual los guardias le entregaron al maestro, le devolvieron al padre. Con los dos pedazos de pan guardados dentro del vestiditos se abrazaron una cada lado, y comenzaron el camino de vuelta para encontrarse con el resto de la familia. La mayor se dio cuenta de los moratones y el andar renqueante de su padre, en silencio la niña lloraba y le dolían en su piel y sobre todo en su corazón cada uno de los golpes que había recibido su admirado progenitor. Al pasar el umbral de la casa y después de más lloros y abrazos, las niñas sacaron el pan blanco, y mientras lo comían una vez dividido en siete cachos, Carmen explicó como su Maruja y ella habían conseguido el milagro, ante las miradas atónitas y orgullosas de sus hermanos mayores, y la de su madre, la mirada de Antonio andaba cansada y perdida para siempre no sólo esa madrugada.

Después vendría la cárcel de Cieza, pero esa es otra historia…