Valentino era conductor de autobuses. Era un tipo serio. Siempre le cantaban “El señor conductor no se ríe” y aunque no se reía por fuera, siempre se reía por dentro, excepto aquel día.

Ese día su compañero se había puesto enfermo y le tocó a él llevar a una clase de EGB a una casa de colonias. Memorizó la ruta y se subió al autocar que le habían asignado y puesto a punto. Llegó puntual al colegio. Eran niñas y niños de ocho o nueve años: chiquitajos, grandullones, despistados o avispados. Todos sonrientes por la ilusión del viaje. Se alegraba cada vez que algún alumno le recordaba a alguno de sus nietos, pero como era un tipo serio, su sonrisa interior no solía salir al exterior.

De un vistazo vio que no iban a caber y así fue. Las profesoras decidieron que en varias plazas dobles irían tres, y que en la última fila, que era de cinco, podían sentarse siete (eran los años 80). Usaron el asiento del copiloto como castigo para un chaval que debía estar tocando las narices muy por encima de la media: era bastante normal. La algarabía inicial fue disminuyendo a medida que se alejaban del colegio, pero sin llegar a desaparecer.

Al salir de la ciudad, muchos ya se habían percatado de que el conductor era un tipo muy serio y consideraron que era imprescindible cantarle la canción:

«El señor conductor no se ríe, no se ríe».

Esa era la letra íntegra de la canción. Las profesoras, sin excesivo ímpetu, pedían a la chavalería que no la cantaran. Por supuesto, la cantaron hasta que se cansaron.

—¿Estás enfadado? — Le preguntó el chaval que estaba castigado a su lado.

—Claro que no, hijo. —Respondió Valentino— ¿Parezco enfadado?

—Sí, tienes cara de enfadado todo el rato.

Valentino, sin apartar la vista de la carretera y con cierto esfuerzo, esbozó media sonrisa para que el niño no le tuviera miedo.

Ya andaban subiendo una pendiente muy pronunciada y sinuosa. El cuentarrevoluciones bailando en la parte alta y el uso repetido de la palanca de cambio daban buena cuenta de ello. Hacía mucho calor y eran muchos kilómetros de ascenso.

—¿Cuál es la velocidad super máxima de este autobús? —Le interrogó el chaval.

—Noventa o cien. —Contestó bajando de marcha para encarar la bajada del puerto.

—¡Fua, qué poco! —Exclamó, decepcionado el chaval.

—Bueno, no hace falta más. —dijo Valentino al tiempo que pisaba suavemente el pedal del freno.

Llegaron a un tramo muy largo de descenso.

Se le heló la espalda y la frente al notar que los frenos no respondían en pleno descenso del puerto. Ni pisando a fondo hacían el más mínimo amago de contener esa mole llena de niños. Imploró a Dios que fuera una pesadilla.

—¡Mi padre tiene un coche que puede ir por todas partes! —Gritó orgulloso el chaval— ¡Hasta por un volcán!

Cuando aceptó que no era una pesadilla embragó para reducir de marcha. Era tan grande la pendiente que antes de que entrara la marcha, el bus ganó velocidad. Por suerte, la marcha entró y retuvo algo el vehículo.

—Vuelves a estar serio. —Indicó el chiquillo.

Intentó reducir otra velocidad, pero no entraba de ninguna manera y estaban ganando velocidad por tener pisado el embrague. Además, si acababa rompiendo la caja de cambios por forzarla, el coche quedaría sin tracción y volcarían en la primera curva, que llegaba ya.

Los del fondo empezaron a cantar otra vez “El señor conductor no se ríe” y pronto se contagió a todos los demás.

Se acercaba la curva. Si la superaba, llegaba un tramo de menos pendiente en el que podría reducir. «¡No puedo no superarla, Dios mío, que llevo a sesenta chiquillos!»

—¡La superaremos! —dijo el niño.

—¿Qué has dicho?—aquella pregunta le sorprendió e hizo que se diera cuenta de que el niño le estaba hablando.

—¡Que vamos a superar la velocidad super máxima!

Cuando volvió a concentrarse en la maniobra ya estaba en plena curva, las ruedas chirriaron y la fuerza centrífuga empujó a todos hacia el lado contrario de la curva. Lejos de asustarse, les resultó gracioso inclinarse todos al tiempo. Tras varias carcajadas, siguieron cantando la canción más fuerte todavía.

Superaron la curva. Pisó el embrague y empujó con fuerza la palanca. La caja de cambios rascó tanto que las profesoras se asustaron. Por suerte, la marcha entró sin romperse. No fue suficiente para detener el bus y quedaba aún mucho tramo de descenso.

Aunque iba a entrar en la siguiente curva con algo menos de velocidad, tuvo que controlar el terror que sintió al ver que había un cortado en su exterior. «Dios mío, llévame a mí, pero deja a los chiquillos».

—¿Qué es mejor, un autobús o un coche? —le preguntó el niño, mientras todos cantaban.

Intentó bajar otra marcha para entrar a menos velocidad en la curva, pero no pudo, así que se abrió todo lo que pudo para encararla bien.

—Mi padre dice que ninguno es mejor que otro, que cada uno hace su función. —Se respondió el chico— ¿Qué quiere decir eso, Valentino?

Al oír su nombre se dio cuenta de que el chiquillo seguía hablándole y quiso responderle para que no se asustara. Cuando abrió la boca para contestar, entró fuerte en la curva y todo el niñerío se inclinó al lado contrario. Volvió a resultarles gracioso y cantaron más fuerte y más rápido. Curva superada. Al salir de ella redujo otra marcha provocando otro gran estruendo en la caja de cambios.

—¿Te han multado por correr alguna vez? —Preguntó el niño.

Cada vez cantaban más fuerte “el señor conductor no se ríe” y el autobús ganaba velocidad al entrar en un tramo con más pendiente que el anterior. El motor rugía al intentar retener el descenso y la aguja bailaba en la parte roja del cuentarrevoluciones. Llegaban al siguiente giro. Era demasiado cerrado para la velocidad que llevaban, iban a volcar.

—Si te ponen una multa, me avisas, que mi padre es juez.

No serviría de nada avisar del inminente vuelco a los pasajeros porque no había cinturones de seguridad y sólo serviría para hacerles sufrir. Valentino sintió tristeza por los chiquillos y sus familias, y se acordó de la suya propia.

—¡Otra vez estás serio!

Veía cómo se acercaba la curva fatal.

«Dios mío, que no sufran».

—¡Cómo puedes estar enfadado si te ha elegido para conducir un autobús tan chuli!

Las palabras del chiquillo le infundieron coraje y empleó todos sus sentidos para colocar el bus en la posición que tuviera menos probabilidades de volcar y caer al vacío.

—¡Será que confían en ti!

Valentino miró al niño, esbozó media sonrisa, volvió la vista a la carretera y giró el volante los grados precisos. Ni uno más ni uno menos. Las ruedas exteriores chirriaron como cien caballos relinchando al tiempo y la interiores se levantaron medio metro del suelo. Se hizo el silencio. El gigante autobús se debatió, durante unos segundo eternos, entre volcar o vivir.

Las ruedas volvieron a tocar el suelo dando un golpe tremendo. Todos se asustaron y muchos lloraron. Las profesoras se habían quedado pálidas. Aprovechó, Valentino, la salida de la curva para reducir. La pendiente ya no era tan pronunciada y combinando la palanca de cambio y el freno de mano, logró detener el autobús por completo. Lo había logrado.

«Gracias, Dios mío».

Cuando fue a ver si el chaval estaba asustado, no lo vio. Lo buscó por todo el bus y no lo encontró. Las profesoras, extrañadas, le dijeron que no habían sentado a nadie en el sitio del copiloto. Le dieron las gracias por su proeza y los niños le cantaron “el señor conductor no se ríe”.

 

Juanjo Ferrer Arizón