Siempre había flores en la ventana de la casa de la bruja y a mí eso, cuando era un niño, siempre me llamó la atención. Era una casa pequeña, descuidada, con grandes desconchones en la cal que la recubría, lo que le daba el aspecto de ser realmente lo que nosotros pensábamos que era, la casa de una bruja.

Se llamaba Josefina y debía de rondar los sesenta años cuando nuestra pandilla jugaba a probar su valentía acercándose hasta su puerta, pero para nosotros bien podía haber cumplido ya los cien. Era menuda, incluso más que nosotros, que éramos unos mocosos que no levantábamos un palmo del suelo, como quien dice. Tenía una larga melena que le llegaba hasta la cintura, cubierta por completo de canas. En realidad era una hermosa cabellera blanca que siempre mantenía pulcra y brillante, como recién cepillada. Siempre vestía de negro, en señal de un luto riguroso que guardaba desde que su marido falleciera bastantes años atrás.

Apenas se la veía por el pueblo, siempre encerrada en su humilde casa. De vez en cuando, abría la mitad superior de la portezuela y se asomaba a la calle, como si estuviese en busca de alguien que jamás llegaba. Lo hacía con mayor frecuencia por las tardes, cuando el sol ya estaba a punto de ocultarse para dar paso a la noche. Ni qué decir tiene que, una vez que había oscurecido, a ninguno de nosotros se nos ocurría acercarnos hasta allí. Todavía, a día de hoy, recuerdo con nitidez las pesadillas que llegué a tener con ella y aún se me pone la piel de gallina al pensarlo.

Supongo que era el luto, junto con el cabello blanco, lo que nos llevaba a pensar que era una bruja. En nuestros juegos, su casa era nuestro lugar predilecto. A veces en pandilla, a veces de uno en uno, en una prueba de ver quién era más valiente, nos acercábamos a su puerta, bajábamos el escalón que daba acceso y nos quedábamos allí para comprobar quién era capaz de aguantar más tiempo. Nuestro valor se medía por los minutos que pasabas en la puerta de la bruja e, incluso, por quién tardaba más en salir corriendo si esta abría la puerta y asomaba su nívea cabeza.

Mi miedo era atroz. En las ocasiones en que coincidió que Josefina abría la media portezuela justo cuando yo estaba allí, agazapado, con el corazón en un puño, por poco me daba un infarto. Sin embargo, seguía haciéndolo y, cada vez que lo hacía, no podía dejar de mirar la ventana de aquella casa que siempre estaba cuajada de flores. Flores hermosas y cuidadas que poco tenían que ver con la idea que mi cabeza tenía preconcebida de lo que debía ser la casa de una bruja.

Hoy, veinte años después, visito cada día la casa de Josefina y me recibe una cariñosa anciana octogenaria que aún cuida su melena como tanto tiempo atrás. Su ventana sigue repleta de flores, como siempre ha estado, mientras tomamos café bajo un rayo de sol que se cuela a través de las cortinas. Mi trabajo consiste en ayudar a su hijo, un señor que ya no cumplirá los sesenta, a superar la adicción al alcohol que arrastra desde más de veinte años atrás, cuando su madre se asomaba con frecuencia a la puerta para ver si lo veía regresar.

Ahora que veo la fuerza que recorre las venas de esa menuda mujer, a la que la vida ha tratado con especial crueldad, me doy cuenta de cuán crueles éramos también nosotros cuando, de niños, nos divertía ir a jugar a la casa de la bruja.