Al regresar observé que el lugar estaba siendo ocupado por otra pareja. Es lo que tiene la playa en Agosto, está mas llena que la Meca en el mes de la peregrinación. Me deslicé intentando no molestar a los que compartíamos los escasos tres metros cuadrados. Lo mejor en estos casos es sentarse y no moverse. Lo único bueno que tiene la acumulación de cuerpos desnudos hambrientos de sol, es que ni siquiera los niños pueden corretear. Con ello te ahorras salpicaduras de agua y las ventiscas de arena (tormentas a veces, por lo violentas que son las criaturas cuando hacen un quiebro al que les persigue).

Preocupado me senté y me fijé (con vocación científica, claro está) en los nuevos inquilinos. Parecía normales y formales. Nada hacía sospechar que montaran otra escenita como los anteriores. Se besaban, sí, pero lo normal: unas diez veces por minuto como corresponde a veinteañeros enamorados, no más. Viendo que todo volvía a la normalidad, resucité el libro, retiré los restos de arena y reinicié su lectura.

Cinco minutos más tarde (otra vez cinco minutos; siempre cinco minutos), levanté la vista del libro para observar los enormes tatuajes que poblaban sus cuerpos. No es que esto me llamara especialmente la atención (ya me estaba acostumbrando), pero sí que se apoderó de mí otra la vez el temor de que algo podía suceder. Aparentemente no estaba justificado, pero el día, de momento, no estaba por la labor de complacerme.

¡Churri, qué guay anoche!

Pa petarlo. De puta madre. Tope marxa.

Menuda jartàh de privà y mové er bodi.

Piaso de Dijey…cómo molaba.

Er flipao estuvo niquelao

Si, estah to’ gueno

¡Xoxin que te meto!

Empezaron a reír sonoramente. Estaban felices, como la pareja anterior. Así que supuse que el diálogo que habían mantenido y que yo no había comprendido era cariñoso. Era una muestra inexplicable de amor muy lejos de lo que podía asimilar. No se conformaron con ello , que el maromo sacó un pequeño artefacto de un bolsito de esos que se cruzan por el cuerpo (cómo añoro las “mariconeras”) , como hacen las señoras para evitar el tirón del amante de lo ajeno. Me costó reconocerlo, pero sólo unos minutos más tarde la incógnita quedó despejada cuando escuché como emitía, con una potencia desproporcionada al tamaño de aparato, una música insoportable. Para completar el cuadro , se pusieron a cantar ellos también. Se trataba de un altavoz tan diminuto como avasallador (un taladro).

¡Noooooo! —Bramé con sorpresa propia y ajena. El quejido salió escupido de mi boca sin ningún control.

Voltearon su cuerpo al unísono, con una sincronización y una coreografía perfecta, hacia donde estaba yo y me miraron. Luego se miraron ellos, arquearon las cejas como sorprendidos y me volvieron a mirar como diciendo: «Tu tas loko». Todo eso lo hacían moviendo el cuerpo acompasadamente con la música que no dejaba de despedir lamentos enlatados de estribillos infinitos…

El sol estaba casi cenital y golpeaba con tanta fuerza que la sensación era de asfixio. A ello contribuía la aglomeración , claro. El aire quemaba. La poca brisa que se había despertado tarde (como si estuviera resacosa) apenas aliviaba porque no llegaba a oxigenarse al tener que sortear a tanta gente. Ni un nube a la vista que pudiera interponerse entre el sol y mi cabeza que, aunque cubierta, me la sentía como una bombilla.

Desalentado y con ganas de mandar a estos también allá donde se acumulan los detritus (hoy debía estar lleno de gente), recogí el campamento dando por finalizado mi intento por encontrar un poco de reposo, donde poder leer con calma y sobrellevar mejor la elevada temperatura del ambiente (y corporal también).

Mientras me alejaba , me giré una vez más para observar a la pareja y seguían moviendo la cabeza a ritmo, parecían dos marionetas vistas así por detrás. El espacio que acababa de dejar, ya estaba siendo disputado entre un abuelo barrigón (suelen llevar la camisa abierta porque no se la pueden cerrar) y una señora no mucho más joven , despechugada, que lo amenazaba con el bronceador. No quise saber cómo acabaría la historia y puse rumbo a la tierra sólida (baldosas) del paseo marítimo.