La casa se encontraba apenas a unos cuantos pasos del mar que bañaba las costas del pequeño pueblo costero. Había sido su única condición cuando la compró hacia ya cuarenta años.  Claro, para entonces ella aún andaba subida en tacones y presumía de una figura que hacía girar hasta al ciego. Ahora en cambio su andar se apoyaba en una vejez que llevaba con elegancia. Su mirada se envolvía de miles de olas que parecían no llegar nunca a la orilla. Sus cabellos vestían de blanco y sus manos con alguna dificultad, cargaban el bastón que la acompañaba en sus cortas caminatas. Sentada en su hamaca, en el porche de la casa, mientras su mar bostezaba historias del pasado, que ella escuchaba en su corazón. Largas charlas silenciosas, en donde la anciana volvía a aquellos momentos que su mente mantenía intactos, sin apenas un rasguño; y el mar, aquel al que ella tanto amaba, se encargaba de ofrecerle una melodía llena de notas saladas y salitre.

La luz del faro, desde lo alto del acantilado iluminaba, en ráfagas intermitentes, hacia las pequeñas embarcaciones que se adentraban al puerto. Cada día, el mismo ritual en la soledad del abandono. Como un barco cualquiera, que un día encalló en una isla desierta, para morir lentamente en los brazos del mar, lleno de ausencias, un naúfrago del destino. Así se sentía ella, aunque el paso de los años habían logrado que aquellas ausencias, que formaban una enorme sombra, se fueran llenando de luz, hasta llegar casi a ser imperceptibles. El ruido de la tetera, la separó de los recuerdos, lentamente se incorporó y cogida a su única compañía,  fue en busca de su taza de té. Al regresar, la luna ya le esperaba sentada en el lomo de un cielo azul intenso. Custodiada por miles de estrellas, la reina de la noche también le hacía compañía. Se sintió tan emocionada, como cada día en los últimos años y no pudo detener aquel recuerdo que cada tanto la asaltaba. Un día de primavera, su hija le había dicho aquellas palabras que ni siquiera, el paso de los años logró envejecer, convirtiéndolas en un fantasma que deambulaba por la casa y con el cual había aprendido a convivir. Habían echó un trato silencioso: “Te puedes quedar, pero intenta no cruzarte en mi camino” había dicho ella, cuando aun sus ojos tenían el cristal limpio. Sin embargo el fantasma, aquel que habita en el recuerdo, a veces decidía no colaborar, entonces se sentaba delante y la observaba, recordándole que su presencia la acompañaría hasta que el último aliento decida abandonarla. Y esa cálida noche de otoño, ahí estaba el fantasma cruzado de piernas mirándola. La anciana que ya había olvidado como dejar caer las lágrimas, aquellas que la vejez había oxidado, no pudo evitar que su mirada llena de salitre, dejara en libertad las infinitas lágrimas saladas.

No recordaba ese dolor áspero, que recorría los médanos de su mejilla, ni el sabor tan desagradable que tenía la añoranza. Ella sabía que su ultimo aliento no estaba muy lejos y sin embargo el destino no le había regalado el privilegio, de volver a ver a esa hija, que un día le dijo adiós. “Quiero hacer mi vida, tú haz la tuya” había dicho y sin más marchó con los latidos que se lleva el tiempo.

Secó su rostro y miró la luna, aquella media luna que se colgaba del cielo. Cogió con sus manos temblorosas, el bolígrafo que permanecía sobre el papel, en la pequeña mesita que se encontraba junto a la hamaca y con el pulso embriagado de vejez, escribió: “Hija, siempre te he amado. Te estuve esperando, pero mi tren viene de camino y dudo que lleguemos a encontrarnos. Espero que hayas sido feliz, y cuando te sorprenda la vejez, ten siempre un papel a mano, por si en el último momento tuvieras algo que decir”. Lo guardó en el sobre y se acomodó en su hamaca, se cubrió con una manta y escuchó a su mar que suavemente canturreaba.