Lo supiste y dejaste que me arrastrase
para verme vulnerable o, mejor,
más tonta que de costumbre.
Me dijiste ven y, como esa estúpida,
yo también lo dejé todo.
Hui contigo a Roma.
Me habría subido a mil aviones más
y ya sabes que me da miedo volar,
que las alturas nunca me sentaron bien
hasta que te besé y comprobé lo que es el vértigo
en realidad.
Vértigo de perderte por esas escaleras interminables
hasta subir a la cúpula.
¡Pero qué vistas!
Tu boca en medio de la locura de turistas
que no paraban de hacer fotos,
sin darse cuenta de que la mejor imagen
la tenía yo en mis labios.
Que no sabes lo que habría ganado la humanidad
si Miguel Ángel te hubiese pintado.
No pedí ningún deseo ni lancé ninguna moneda
a esa fuente que no cumpliría ningún sueño.
Me limité a observar cómo familias enteras
no paraban de reír.
Porque, cariño, eso es la felicidad.
Sonreír cuando no hay ninguna cámara delante.
Disfrutar de nosotros sin fotos que demuestren
que somos como ellos.
Y, ahora ¿Cómo salgo de Roma?
Lo dejé todo, me sumergí en lodo
y no hice pie.
El conejo de Alicia me guio hasta tu boca
y me dijo: “no hay salida. Los humanos sois todos iguales,
siempre queréis llegar a Roma y, cuando sois felices,
os aterráis y queréis salir de allí a toda costa”.