En un rincón del jardín, junto la tapia, una enredadera teje su manto y cubre palmo a palmo la piedra gris. Los helechos la acompañan en su trabajo y algunas campanillas que lanzan al aire sus filamentos con la intención de amarrarse a cualquier cosa sea piedra, rama o flor. Las ortigas jóvenes también quieren hacerse hueco entre esta maraña pero no las dejo; tampoco a las zarzas que pugnan por ocupar un lugar en la pared. Me gusta ver el murete cubierto de musgo,  enredadera, campanillas y florecilla de diferentes colores pero, la maleza tengo que arrancarla de raíz ya que enseguida lo invade todo. Si no se hace, el jardín  adquiere una sensación de abandono y desidia, desagradable a la vista de cualquier visitante.

Algunas veces, crecen flores a nuestro alrededor y se cuelan hasta el corazón pero, también lo  hacen las malas hierbas. Resulta agradable dejar que las buenas plantas nos acompañen pero, una limpieza de malas hierbas es recomendable, aunque al arrancarlas nos clavemos alguna espina o nos escueza el alma por el líquido urticante que expelen.

Después de terminado el trabajo, nada mejor que acercarse a la cascada y dejar que el agua cristalina renueve nuestro espíritu y aleje el cansancio. Claro que, ha de ser una catarata  no demasiado grande ni especialmente vigorosa pues, corremos el peligro de que nos arrastre por el río dando tumbos como una pelota y terminemos llenos de coscorrones. En el Jardín mágico eso no pasa nunca ya que, la podemos adaptar a nuestras necesidades y dejar que sea como una ducha suave o vigorosa; caliente o fría; de agua o de lluvia de estrellas; con luz de arcoíris o pétalos de rosas…. Cada quién lo que prefiera.

A mí me gusta así como es. El agua me ayuda a estar bien por fuera y por dentro aunque ni siquiera es necesario que me coloque bajo ella, solo tengo que sentarme sobre el césped y escuchar su sonido. El resto  lo hace mi imaginación.