Eran tiempos en que las mujeres parían en su casa, ayudadas por alguna vecina o comadrona, retazos de sábanas blancas y agua caliente bastaban para atender a la parturienta. El médico solo entraba en casa de gente pudiente o acomodada, como se decía entonces.
Nueve hijos trajeron al mundo. Sobrevivieron siete. Los otros dos nunca se supo bien porqué murieron poco tiempo después de nacer. Era así, casi un fatalismo inherente a la vida. Dios lo quiso así, era el destino, fueron débiles, y los débiles desaparecen. Era una regla biológica instalada desde que el mundo es mundo. Se aceptaba y punto.
Siete bocas que alimentar, era trabajo arduo, no había tiempo para tener la cabeza en otra cosa que no fuese lo cotidiano, lo emergente.
La casa albergaba siete presencias laboriosas. No importaba la edad, había una jerarquía que se respetaba como el padre nuestro. Los varones trabajo en la chacra con el padre.
Las mujeres, la cocina, el lavado, el planchado, la costura para la familia y para una de las tiendas mas importantes de la ciudad. Se cosían desde cortinados hasta guardapolvos, prendas de vestir, manteles. Horas y horas gastando los ojos delante de la Singer a pedal.
Si el año venía bueno se carneaban tres o cuatro chanchos para el consumo familiar.
De algún modo era una fiesta, representaba el sustento asegurado.
Picar la carne, condimentarla y dejarla al sereno para que los sabores y perfumes penetrasen en lo mas íntimo de esa masa cruda que al otro día, vuelta y vuelta de manija fuese llenando los chorizos, que uno a uno, eran prolijamente atados por los mas chicos y sumergidos en grasa para conservarlos en un lugar fresco y ventilado.
Salar los jamones y las bondiolas, que dormirían hasta tomar la consistencia justa. Preparar las morcillas, dulces y saladas, y el dulce de sangre, que se cocinaba al horno y se cortaba en cuadrados repletos de pasas y nueces para deleite de los mas golosos.
No se desperdiciaba nada, los cueritos y las patitas se salaban y conservaban así, para perderse en un suculento guiso hecho sobre la cocina a leña, lentamente, para que el calor entrase pidiendo permiso en la olla de hierro.
Aquí en esta Argentina generosa, tenían su techo y su pequeña chacra.
Italia los escupió al mundo acosado por el hambre y la miseria. Allá quedaron paisajes y voces amigas, pero nadie volvió a pedir por ellos, nadie los invitó a volver, nadie los recordó. La nostalgia inventó historias de algo que nunca fue. Los pobres nunca fueron bienvenidos en ninguna parte.
Uno a uno llegada la edad asistieron a la escuela pública. Para un padre que nunca pudo hermanarse con letras y números, entendió que sus hijos debían salir de la oscuridad de la ignorancia. Para los que mostraron mejor predisposición para el estudio, por supuesto varones, se les otorgó la posibilidad de un colegio religioso con un título de auxiliar contable. Los otros, y las mujeres, hasta tercer grado. Después trabajo duro.
En tres años se aprendía a leer, escribir con corrección y las operaciones básicas. Con eso bastaba. Después a trabajar, no alcanzaban las manos de mamá deslizándose por el enorme tablero de amasar dibujando gnocchi, tagliatelle, fusili, o las deliciosas fogiatelle bañadas en almíbar para mantener en pie a la familia. Todo debía funcionar como una colmena. Quejas ninguna.
Las mujeres soñaban con la escuela, era casi un cambio de paradigma. Ajustar sus deditos de nudillos enrojecidos y ásperos por el trabajo rudo, al lápiz, que debían dibujar suavemente y con destreza esa cosa maravillosa que se llama alfabeto, deletrearlo y repetirlo hasta el cansancio para que mágicamente se combinara formando palabras, frases, y textos. Ellas en la escuela cambiaban el eje de su cuerpo: del músculo a las ideas, al conocimiento. Allí se hacían amigos y compañeros, muchos de la misma condición, otros mejor posicionados. Pero la escuela pública emparejaba. Ponía un rasero, el país necesitaba salir de la ignorancia.
Ema adoraba la escuela. Ya grande repetía que cuando debió dejarla en tercer grado fue uno de los golpes mas duros de su vida, a ella le hubiese gustado seguir estudiando, llegar a ser maestra. También adoraba los zapatos blancos que Blanquita Urquiza usaba los días de fiestas patrias.
En su casa, su papá una o dos veces al año pasaba por la zapatería de algún paisano amigo y compraba una bolsa de zapatos, de esos que quedaban para la oferta de la temporada. Tengo chicos de tres hasta 17 años, decía, cuatro varones y tres mujeres, agregaba. Entonces el paisano amigo metía en una bolsa lo que le parecía, acordonados, prendidos al costado, la mayoría con suela de goma.
Los niños empezaban a revolver la bolsa y buscar el tamaño mas parecido a sus pies.
Si eran grandes, una plantilla de cartón o algodón en la punta les daba el tamaño justo. Si eran un poco chicos papel mojado para estirarlos.
Nunca pudo Ema encontrar un par de zapatos blancos. Elegía siempre los de presilla al costado, eran más femeninos argumentaba ella.
Ese día ayudaba a su hermana a marcar los moldes de costura sobre la tela. Usaba una tiza de mordería, esas cuadradas y chatitas, de consistencia mas firme, que permitían un trazo fino y duradero.
La idea fue creciendo y creciendo hasta que sacó una nueva del costurero. Sentada bajo el parral, empezó a pintar sus zapatos marrones con tiza blanca, prolijamente, con trazo firme y parejo. Después con su dedito mojado en agua le dio el toque final que emparejó el improvisado teñido. Los dejó secar a la sombra para que no se resquebrajasen.
Con sus zapatos blanco tiza partió el día siguiente a la escuela.
Hizo gala de su nuevo calzado que a golpe de ojo parecían de un blanco original. Me los compró mi papá decía, así como quien no quiere la cosa.
En el recreo tan esperado, vino el salto a la soga.

Soy la reina de los mares
Y si ustedes quieren ver
Tiro el pañuelito al agua
Y lo vuelvo a recoger
A la una, a las dos, y a las tres,
A la coronita de San Andrés.

Cuando se agachó a buscar el pañuelo y mostrar la destreza de salir del salto a la soga, vio con horror que de sus zapatos salía flotando una nube de tiza blanca que dejaba al descubierto el horrible marrón africano.
Todas comenzaron a reír, fue una burla explícita, directa, una flecha en su corazón. Salió corriendo y se acurrucó en uno de los ángulos de la galería que daba a su salón de clases.
Así la encontró la señorita Sara, llorando silenciosamente, mirando hacia abajo, directo a sus zapatos descascarados. Le dio un beso.- Ema, tus zapatos marrones son hermosos- le dijo. Ve al baño y límpialos con este trapito húmedo.
Cuando Ema ya grande, contaba esta historia, con ribetes cómicos, siempre terminaba llorando de la risa, de solo pensar que ella, que ahora podía comprarse zapatos del color que quisiera, pudiese haber sido la protagonista de los zapatos blanca tiza.
Yo en cambio, pienso que las lágrimas eran las mismas de entonces, humillada en aquél rincón de la galería. Lágrimas de infinita tristeza.