Luís había llegado en tren al pequeño pueblo marítimo, lejos de todo. Le había invitado su primo al que hacía tiempo no veía. Era un pueblo aburrido al que no llegaba nadie por entonces, ahora está irreconocible. Lo único que tenía de interesante era la pequeña playa en verano.  Aquella mañana, parece que se habían puesto de acuerdo todas las familias del pueblo para disfrutar del mar, y estaba bastante llena.

 

Luís colocó su toalla junto a una muchacha que leía un libro. Ella levantó sus ojos verdosos saludándole. Luis correspondió, y sacando de su bolsa nevera dos refrescos de cola, la invitó. Ella, podía haber dicho: No, gracias. Pero dijo sí al ver aquellos ojos alegres de Luis.

 

Pronto congeniaron, compartieron sus historias, fueron a darse baños que acababan jugando con las olas del mar. Así, hasta diez días que duraban las vacaciones de Luis. Esta vez, el pueblo, no le parecía para nada aburrido. Cada día había ido subiendo el termómetro de la alegría e intimidad entre Carmen y Luis, y no sólo jugando con el mar, sino por todos los rincones del pueblecito que se prestaban para ello.

 

Llegó el momento cero, y allí, en la vieja estación, estaban Luis y Carmen cogidos de las manos, mirándose a los ojos y diciéndose con ellos, lo que no sabían expresarse con palabras.

 

Comenzaron a oír un rugido leve que iba en aumento, también aumentó la presión de sus manos. Se acercaron más el uno al otro. Nada podría separarles. Ni el tren que estaba llegando.

– ¡Qué ilusos son los amantes cuando el tiempo y el espacio les separa! No recuerdan aquel dicho: “El roce hace el cariño”.

 

Por fin, sin soltarse de la mano, miraban al tren que comenzaba a pasar por delante de ellos. Se acercaron más a él.  El tren pasaba y pasaba, y pasó sin detenerse.