En Buenos Aires, hacia el bajo, hay algunas calles estrechas, asediadas por edificios que no son de este siglo ni eran nuevos a mitad del siglo pasado. Sus fachadas grises todavía consienten alguna línea curva, alguna floritura de esas tan desdeñadas hoy por el feroz minimalismo imperante. No es imposible que algún color estalle en sus balcones enrejados, algún verde sobreviviendo en esos tiestos de barro condenados a cadena perpetua. No se trata de un jardín vertical, no abundan las flores. Las que pueden verse son, apenas, escasos remanentes de una discusión entre dos estilos de vida. Una discusión terminada, que el cemento ganó hace décadas. La noche llega antes a esas calles. Y nunca se va del todo. Yo buscaba un bar. Deambulaba, hacía casi una hora, por ese entramado laberíntico de calles angostas y sombrías. Buscaba el bar “El atajo”. El tránsito en esa zona de la ciudad no es menos caótico que en el centro. Y, como en el centro, disminuía con el atardecer. Decidí detenerme en alguno de los cafés que proliferan en el lugar. No me sentía cansado pero un breve lapso, me permitiría reanudar la búsqueda con mayor comodidad. Me hallaba en la calle Defensa, casi en la esquina con Alsina. En la vereda opuesta vi una cafetería. Ningún neón insultaba la fachada. Bajo la marquesina, sus ventanas irradiaban una luz cálida, de regular intensidad. Parecía confortable. Crucé esquivando los autos detenidos en la intersección, y entré. Una vez dentro, sentí que el lugar no solicitaba de sus parroquianos ninguna conducta definida. Ni la urbanidad circunspecta de los gerentes, ni la prisa metódica del empleado con horario. Nada. “Este lugar –pensé- sólo quiere que me sienta cómodo mientras demoro mi café”. Boiserie, mantelería blanca, alguna música tenue que no alcancé a identificar. Un buen lugar para esperar que avanzara la noche y la calle se despejara. Ocupé una mesa algo apartada del frente del local y ordené café a un muchacho de aspecto vagamente oriental. Mi certeza de que encontraría el sitio que buscaba, era absoluta. Mis razones para tan inamovible convicción, quizá no resulten tan terminantes. Las consignaré, sin embargo. Esto que anoto, no es otra cosa que un intento, posiblemente vano, de conservar la cordura. Como dije, mi objetivo era encontrar un bar llamado El Atajo. Y las razones para hacerlo tienen el nombre de la mujer que amo y que no mencionaré. No era una cita. En realidad yo había sido enviado por ella en busca de ese lugar. “Lo encontrarás. Y sabrás qué hacer”. Esas palabras, en las que alentaba una súplica, me habían sido dichas setenta y dos horas antes, en otro continente. Y me habían bastado. Como a ella le había bastado, para saberlo todo, el recurrente sueño que agitaba sus noches y que ahora guiaba mis pasos. Hacía siete años ella había visitado Buenos Aires en compañía de su padre. Una breve estadía “algo frustrante” durante la que su padre se ocupó de liquidar una propiedad, heredada en este remoto lugar del mundo. Poco más que una adolescente, ella dedicó su tiempo a explorar la ciudad, a intentar tomarle el pulso a este caos mitificado por el tango. San Telmo, Palermo, La Recoleta… y el bajo. Fue en estas calles. Un temperamental aguacero la sorprendió un atardecer y la obligó a refugiarse bajo un portal. “El lugar, abierto, parecía estar aguardándome. Entré” Traspuesto el umbral, el sitio revelaba su identidad. Era el taller de un pintor. Un hombre joven y oscuro, que demoró un instante en sobreponerse, como si la irrupción –en ese desorden extático- de alguien tan palpitantemente vivo, fuese una crítica demoledora a su esforzado oficio. Ella tiene ese poder. Siempre será una injusticia confrontar cualquier obra de arte, con su rostro. “Recuerdo el vaho a trementina, recuerdo sus manos manchadas tendiéndome una toalla; su sonrisa benévola y el inmediato entusiasmo que sentí por ese cosmos ajeno que quise hacer mío. Le pagaré, dije, sin recordar que sólo me hallaba de paso” Deslumbrada, recorrió el recinto. Los ojos ávidos en esa acumulación de lienzos, bocetos y marcos de madera. “Quiero aprender” dijo mientras levantaba un marco rectangular y dejaba que esos cuatro maderos ensamblados delimitaran su imagen. El hombre se acercó en silencio. Puedo adivinarlo. Fascinado, trémulo; acaso corrigiendo, centrando con la precisión de su oficio esa obra cumbre que sus manos jamás lograrían. Entonces ella sintió pánico, un pánico urgente y helado. Se precipitó hacia la puerta y abandonó el lugar murmurando alguna excusa. Corrió bajo la lluvia que arreciaba. No recuerda haber detenido el taxi. Se negó a abandonar el hotel en los dos días que aún faltaban para su regreso. Recuerda los espejos. Se recuerda interrogando obsesiva su reflejo, buscando algo intangible que le había sido arrebatado.
Sus sueños comenzaron un año después. Sueños de cambios, de renuncia, de mutaciones. El taller cerrado y vuelto a abrir remozado, transformado en el prosaico emprendimiento de convertirlo en un bar.
Como si hubiera adivinado mis intenciones, el muchacho de rasgos orientales depositó otro pocillo de café en mi mesa. Esperó mi consentimiento y se retiró en silencio. Antes de beberlo me encaminé hacia el baño. A un lado de la barra se abría el reservado. El otro extremo del salón estaba flanqueado por una pared que exhibía una profusión de fotos, afiches e ilustraciones que parecían haberse acumulado sin orden. Al salir del baño, decidí acercarme.
Creo que lo supe antes de verlo. En un extremo, casi en sombras, un marco de madera basta, aprisionaba el boceto apenas delineado, pero inconfundible. Lo arranqué de la pared, lo estrellé contra el piso. El estrépito de madera y vidrio, no ocultó el gemido agónico que un ser invisible profirió detrás de la barra. Una astilla me había lacerado la mano. Arrojé sobre el mármol un fajo de billetes manchados de sangre y abandoné “El atajo” apretando en mis puños la tela desgarrada.
En unas horas la abrazaré. Tal vez, ella comprenda que no recuperó su libertad. Ojala acepte que sólo cambió de carcelero.