—¡Tierra a la vista! —gritó dos veces Bedoya.

El corazón, al contrario de lo que era de esperar, no se me aceleró. Cuando estás convencido de que tu sepultura será la mar tras una semana siendo un monigote en manos de las tormentas, lo primero que piensas es que el vigía debe estar delirando. Pero no, Bedoya no veía visiones. Poco después, a proa y a estribor, se fueron distinguiendo los picos de varias montañas. Mientras que alguno de los que todavía navegábamos en el Cabarga lloraba, otros rezaban. Yo mismo me hubiera hincado de hinojos sobre la cubierta para darle gracias a Dios de no haber sido porque estaba abrazado a la rueda del timón. Mis lágrimas a duras penas me dejaban contemplar la costa.

Estábamos en la tarde del cuatro de noviembre de mil ochocientos cincuenta. Sesenta días antes, nuestro bergantín goleta, Cabarga, había soltado amarras del puerto de Santander para, a continuación, empezar a desplegar las velas en mitad de la bahía. Con las bodegas llenas de sacos de harina y toneles de vino, con veinticinco almas como pasajeros, nuestro destino era La Habana, a donde esperábamos llegar tras un mes y medio de travesía. Nada más dejar atrás la península de la Magdalena y su faro de señales junto al cercano islote de Mouro, pasaje y tripulación miramos por última vez tierra firme. Entonces, a nadie se le pasó por la cabeza que las tormentas se cobrarían la vida de la mitad de los que íbamos a bordo.

Desde que tuve quince años llevaba en la mar. Al principio, como grumete en pequeñas goletas dedicadas al cabotaje entre Santander y Bilbao. Pero al cumplir los veinte, ascendí a marinero con funciones de carpintero cubriendo la ruta hasta Hamburgo y Londres. Me acercaba a los treinta y de navegación marítima lo sabía casi todo. Había aprendido a leer y a escribir entre viaje y viaje, porque mi sueño era llegar a ser piloto de uno de esos barcos. Nunca había cruzado el océano hasta el Nuevo Continente, pero la oportunidad la tuve en el Cabarga, en el que me contrataron como agregado de puente. Entre la gente del puerto el nombre de Pío Lastra, el mío, era señal de buen hacer y honestidad, aunque antes de partir tuviera que demostrar al capitán y al armador mi pericia leyendo cartas marinas.

La navegación fue tranquila durante las tres primeras semanas. El viento nos permitía cubrir muchas leguas cada jornada y el sol no dejó de acompañarnos para que los pasajeros pudieran disfrutar del buen tiempo fuera de los camarotes. Mientas tanto, entre la tripulación ya oíamos el sonido que hacían las monedas del premio que nos habían prometido si conseguíamos arribar en menos de cuarenta jornadas.

Al entrar en la cuarta semana, y según me dirigía a cubrir la guardia nocturna, una ráfaga de aire hizo que oyese parte de la conversación entre nuestro capitán, Ruisoto, y mi superior, el piloto Abarca.

—¿Cuánto crees que nos falta para que el Winchester nos dé alcance?

—Capitán, no tardaremos en tenerlo a la vista. Mantendré el rumbo acordado y, si recogemos trapo en la noche, tras el amanecer nos podrá abordar y llevarse al niño.

—Muy bien Abarca. No informes de nada de esto a la tripulación. Cuando sepan que tienen el premio asegurado, aunque lleguemos con varios días de retraso, poco les preocupará el que un barco inglés haya recogido a un pasajero en mitad del Atlántico.

Hice por tropezar con varias maromas antes de subir al habitáculo del puente y levanté la voz fingiendo que me contenía de blasfemar. Al saludar al capitán, este ni me miró desapareciendo sin decir más palabras. Abarca sí se dirigió a mí.

—Lastra, mantén el rumbo. El capitán me acaba de ordenar arriar la mayor y aflojar la gavia. Dice que espera tormenta pronto. Si cambia el viento, mandas despertarme ¿entendido?

Con un «a sus ordenes» me di por enterado pero ese encuentro en alta mar me había dejado pensativo.

De madrugada el viento se calmó por completo. A duras penas la proa del Cabarga acariciaba el agua. La luz del amanecer se demoraba y el cielo apareció encapotado de nubes grises. Cuando Abarca me relevó, la llovizna hacía parecer que pudiéramos tocar el horizonte con nuestros dedos. Yo bajé a tumbarme en mi hamaca.

Entre sueños oí que nos cañoneaban. Estaba equivocado, el siguiente trueno, y el rayo que descargó a babor después, me sacaron del error. El cabeceo por poco me tira del catre y, casi a gatas, conseguí llegar hasta el castillo de popa para asomarme a cubierta. La oscuridad del día me hizo pensar por un momento que estaba anocheciendo. No podía ser cierto, no había dormido tanto. El cielo estaba teñido de un gris negruzco y la mar estaba cubierta por un ejército de olas.

Caminaba agarrándome a lo que podía cuando distinguí al otro barco a estribor, un poco mas retrasado, pero a menos de un cuarto de milla. Llevaba todo el trapo desplegado y, al cabrillear, alcancé a ver su quilla.

En cuanto subí al puente me encontré con un Abarca fuera de sí. Gritaba para hacerse entender por encima del viento. Sus manos, agarradas a la rueda del timón, parecían soldadas a él.

—Capitán, deberíamos aproarnos al viento. Mantener este rumbo será un suicidio.

—Piloto, yo soy quien gobierna el Cabarga y… —no acabó la frase; en cuanto me vio chilló con todas sus fuerzas.

—Lastra, arríen trinquete y foque o ese maldito hijo de puta inglés no será capaz de alcanzarnos nunca.

Al darme la vuelta para salir del puente, vi a un hombre con un niño pequeño en brazos. Acurrucados en una esquina, el pequeño sollozaba a la vez que el hombre rezaba un padrenuestro. Según luchaba con el viento para cerrar la puerta, todavía escuché decir al capitán Ruisoto.

—Señor Conde, no tiemble tanto y esté preparado para subir al Winchester. Todo sea por tapar los deslices de nuestra reina… ¡rediós, la madre debería encontrarle pronto marido!

Sin pensar en lo que había escuchado, caminé por cubierta con la mirada fija en las velas. Acababa de dar la orden de soltar nudos al grumete y a los otros tres marineros que me ayudaban, cuando un rugido me hizo levantar la cabeza. Lo que divisé es imposible de explicar. Una ola, tan alta como el campanario de nuestra catedral, abría sus fauces a nuestra proa. El instinto, mezclado con la experiencia, me llevó de inmediato a atarme fuertemente al palo del trinquete con la maroma sobrante de la vela. El Cabarga remontó la cresta, pero al hincarse de nuevo en el océano, el agua nos cubrió por completo. Para nuestra fortuna, el Señor no quiso que zozobráramos porque, casi sin pausa, una segunda ola nos volvió a levantar. Esta era menos gigantesca que la primera y cuando caímos, la mar entró por cubierta arrasando cuanto se le puso por medio. Solo la compasión Divina hizo que siguieramos a flote.

Me sequé los ojos con las manos y vi que a mi alrededor no quedaba nadie. Cuatro marineros devorados de una dentellada. Hacia la popa, desde donde se gobernaba el buque, solo quedaban maderas astilladas y la rueda del timón sin que nadie la sujetara. El Cabarga empezó a escorarse a babor. Estar a la deriva era todavía más peligroso que ser engullido por la espuma. Me desaté y golpeándome con barriles y jarcias sueltas, conseguí llegar hasta lo que poco antes fueron las paredes del puente. El techo había volado y no quedaba rastro alguno de Ruisoto, de Abarca ni del Conde. No sé cómo, pero el niño seguía sollozando allí. Lo até al pedestal y yo me aferré al timón para poner proa al viento. Al rato, el barco dejó de oscilar como un péndulo. Estábamos desarbolados y con el navío medio destrozado salvo nuestros tres palos, que aún se mantenían erguidos.

Me había olvidado por completo del otro buque. Giré la cabeza con la esperanza de verlo pegado a popa. Solo vi cabalgar espuma en todas las direcciones y un océano gris. Los goterones de lluvia que me golpearon la frente me hicieron volver a preocuparme solo por nuestra supervivencia.

La tempestad no amainó y jugó con nosotros durante una semana más. Únicamente Dios sabe porque aún navegábamos.

 

De un salto me convertí en piloto y capitán del Cabarga, también en padre adoptivo de aquel bastardo que no tenía la culpa de nada. Hubiera preferido cumplir con mi sueño de ser piloto de otra manera. En cuanto me fue posible calcular nuestra posición, descubrí que estábamos muy desviados al norte de la ruta hacía La Habana. La tormenta no había podido ser. Mis cálculos, tampoco. En la cámara de Ruisoto encontré el cuaderno de bitácora y ese desvío no era tal sino el rumbo que entre el capitán y el piloto habían fijado desde la partida.

La tierra que Bedoya había avistado eran las costas de Virginia, muy alejada de Cuba. En la mar, tras cualquier horizonte, te puedes tropezar con el misterio. El de aquella travesía se había fraguado mucho antes y en el Palacio Real de Madrid.