Si alguna vez vi a dios frente a mí fue en ese momento. Ese momento en que cargábamos a aquel muchacho mal herido. Éramos cuatro que lo cargábamos. Un cuerpo aún tibio pero inerme y delante nuestro aquel cura que en su mano derecha tenía un pañuelo blanco ensangrentado que lo iba blandiendo de un lado a otro. Fue la sangre de aquel muchacho la que empapaba la tela de aquel pañuelo. Era aquella sangre.

Fuimos la ambulancia de aquel chico. Cuatro hombres como camilla y un cura haciendo de chofer en medio de las detonaciones que sonaban cerca, muy cerca. Acaso hay algo más triste y hermoso que luchar por la vida cuando tratan de quitártela.

Llegamos a la esquina y un militar nos detuvo pese a que el pañuelo gritaba y pedía paz. Después de un corto diálogo el militar nos dejó seguir. Alguien más nos ayudó a ser camilla para aquel cuerpo. Pero el chofer de la ambulancia había seguido avanzando sin darse cuenta que la camilla se había detenido. De repente miró para atrás y se detuvo. El pañuelo en su mano se agitaba, se agitaba, se agitaba. Nos esperó y seguimos avanzando.

Sí, si alguna vez vi a dios fue encarnado en ese pañuelo blanco ensangrentado gritando, exigiendo, implorando paz; mientras la ambulancia avanzaba luchando por la vida y sin importar si iba camino a la muerte.