—No tenga usted miedo—.¿Y cómo no tenerlo? Había estado encerrado en casa durante más de dos años por una crisis de vergüenza extrema. El psiquiatra me daba el alta farmacológica y me recomendaba, por lo que más quisiera, que empezara a salir de una vez—. Mire, aproveche que es Carnaval y que todo el mundo va para arriba y para abajo de cualquier manera. Se me disfraza usted de algo con lo que no se le vea ni una uña del pie y ya lo tiene.
En una web de compra y venta de artículos de segunda mano conseguí un disfraz de Pantera Rosa bien de precio. Además de calentito, no se me veía ni una uña. Vestido de esa guisa me agregué al desfile de la rua que circulaba por el centro de la ciudad. Empezaba a relajarme, cuando mis rosas y prietas piernas le parecieron el más sabroso de los manjares al chihuahua de una anciana espectadora y no tuvo reparo en hincarme los dientes en mi pantorrilla.
Eché a correr para evitar ser devorado por semejante fiera y como pude, entré en un Chiquipark en hora punta. En mi proceso de huida, la cola de mi rosada vestimenta quedó enganchada en la ballesta de la reja de fuera. Así que servidor acabó aterrizando de cabeza en la piscina de bolas, con mi trasero asomando como aleta de tiburón en el mar, rodeado de sorprendidos párvulos y de cabreados padres. Los cargos fueron escándalo público y así termino mi breve y rosado paseo carnavalero.