Eran las 6:00 pm , hora local. Es decir: las 18 horas según el formato que utilizamos en Barcelona. Acabábamos de despegar del aeropuerto de Sidney donde habíamos estado dieciocho días visitando a nuestra hija. Hace ya muchos años que se fue a vivir allí después de conocer un nativo australiano durante un curso de verano en Londres. Siempre quisimos educarla para que fuera independiente y pudiera desarrollarse con plenitud de pensamiento y libre de cualquier atadura familiar tan tradicional en la educación y cultura latina (más tarde nos arrepentiríamos).
Escuchaba música indie, aunque en realidad era rock alternativo. Existía una confusión con todos estos términos de nuevo cuño que finalmente son utilizados por “pijos” esnobs para intentar no parecer tan frívolos e insensibles. Pero a mi me gustaba. Disfrutaba del sonido atmosférico y la ausencia de estribillos repetitivos hasta la saciedad. No sé si era casualidad, pero mientras escuchaba a “Of Monster And Men”, estaba leyendo un artículo sobre los escritores del movimiento neoindi, que al parecer huían de la supuesta pureza encorsetada de los indis a secas.
A mi lado dormía mi mujer. Llevábamos muchos años casados y solo teníamos una hija . Ésta cuando tenía 18 años ya había mostrado gran interés por alejarse de nosotros, no por estar incómoda, sino por el ansia de descubrir nuevas experiencias; nuevos mundos y nuevas culturas (¿no había sido para eso que la habíamos educado?- me repetía continuamente). En esta ocasión la excusa del viaje era conocer a nuestro nuevo nieto. Era el segundo y también tenía la piel oscura. Formaban una familia feliz, unida y armoniosa. Era casi la perfección. Y lo que era más importante: Teresa, mi hija, estaba absolutamente radiante; desprendía serenidad y felicidad. Era escritora de guías de viaje, pero últimamente hacía sus pinitos dentro de la narrativa. Ahora tenía entre manos un desafío literario que le hacía mucha ilusión y le ocupaba la mayor parte del tiempo.
Habíamos hecho la primera escala y seguíamos volando. Mi mujer continuaba durmiendo (¡qué suerte!) y yo dándole vueltas a la cabeza y pensando en las pocas oportunidades que teníamos de estar con nuestra hija, en la soledad y melancolía que nos invadía cuando notábamos su ausencia en las tardes lluviosas de invierno… pero la sonrisa regresa cuando se me representa de nuevo la felicidad de Teresa.
Estábamos a punto de cumplir las 18 horas de viaje cuando, de repente, me dirijo a mi mujer y le digo: “ el mundo no es lo suficientemente grande para quien persigue la felicidad”. Se despierta aturdida y asustada, me escruta de arriba abajo y me dice: “tantas horas aquí encerrado te sientan mal, ¡anda, déjame dormir!