Los primeros enfermos mentales que ingresaron en la Casa de Santa Isabel, en Leganés (Madrid), debieron de llegar en carretas tiradas por caballos. Raimundo, un médico de Guadalajara, fue trasladado allí cuando tenía 47 años junto a otros 21 varones, el 25 de abril de 1852, cuando ya las primeras mujeres habían ocupado el pabellón que les correspondía, con su departamento de agitadas, “porque la agitación y el furor es más frecuente en el sexo femenino”. El centro se había inaugurado unos meses ante, pero los tiempos no daban para mucho, ni en el orden moral ni en el material, y allí, en Leganés, a los que estaban enfermos y a los encerrados sin estarlo les esperaban más camisas de fuerza, frío, hambre y penalidades sin cuento. Por lo menos a los pobres, que los pensionados tenían derecho a postre y a vestir con su atuendo habitual.

Todo ello quedó registrado en el antiguo archivo de la institución, donde aún están los informes médicos atados con cuerdas y las cartas desesperadas donde los internos rogaban la salida de aquella cárcel a quien los quisiera oír. La pena es que nadie los escuchó, porque las misivas jamás llegaron a su destino. Los médicos les instaban a escribir como parte de la terapia y ayuda al diagnóstico y guardaban los papeles en el archivo, donde ahora ha rastreado un equipo de facultativos y permitido que aquellos lamentos salgan por fin a la calle, con nombres falsos, para incorporarse a un libro titulado Cartas desde el manicomio.

Así que Anselmo no se llamaba Anselmo, pero sí era un brillante abogado que fue alcalde mayor en Cuba y catedrático de Derecho en la Universidad de La Habana hasta que, en 1846 empezó a mostrar síntomas de excitación maníaca con ansiedad y agitación “a consecuencia de un excesivo trabajo y el uso inmoderado de café”, dice la historia clínica. 11 años estuvo ingresado en la Casa de Dementes de Santa Isabel soportando cómo las monjas se divertían a su costa, según decía. “Ya ni voy a misa ni me acerco donde pueda encontrarla”, dejó escrito. Sus cartas están redactadas con las facultades de un letrado y en un castellano de otros tiempos que mueve a la nostalgia de quien escribe en estos.

Olga Villasante, Ruth Candela, Ana Conseglieri, Paloma Vázquez de la Torre, Raquel Tierno y Rafael Huertas han recopilado las experiencias de aquel internamiento tal cual las relataban los enfermos, desde 1852 hasta 1952. Por esas letras se cuela la sociedad española de la época, atravesada por epidemias, leyes de beneficencia, carencias de toda clase, reinas y reyes, dos repúblicas, una guerra y una dictadura. Y también el día a día con sus usos y costumbres, los celos y los cuernos, la ausencia de derechos para las mujeres que pretendían burlar las normas sociales, las palizas en el matrimonio, las deudas no pagadas, el recuerdo del chocolate en las pastelerías, la férrea moral católica, las madres privadas de sus hijos…

Una de las cartas más estremecedoras es la que firma Adela, tachada de mujer “infantil”, tanto que hasta la matriz, decía el ginecólogo, padecía de “infantilismo”. Pues no le impidió casarse, con 19 años, ni tener cinco hijos. Después del segundo parto, un dolor en la zona ovárica le arrancaba gritos que el marido combatía con morfina hasta que suspendió las dosis y la acusó de derrochar en compras y de tener relaciones con un individuo, algo a lo que ella achacó siempre el encierro que decretó el esposo. A él le ruega en sus cartas que le visite con los niños. “Te prometo no hablarte para nada de irme. Escríbeme y dime de nuestros hijos. ¿Quién cuida de Rafaelín?, ¿quién hace las trenzas a mis niñas?, ¿y el brazo de Pepín?, ¿estudia Antoñito? Los tengo clavados en mi alma a los cinco y a ti. […] Anulame de tu vida pero, ¡por dios! Déjame al lado de mis hijos”. Rafaelín solo contaba tres meses y su madre tenía “los pechos llenos de leche” que no podía sacar y una “enorme colitis con dolores horribles”. “Tú sabes dónde me has enviado? ¿tú tienes idea siquiera de lo que es un manicomio?”, le reprochaba al marido.

“Las cartas tienen tanta fuerza por sí mismas que merecían salir a la luz, aparecer con voz propia”, dice otro de los autores, Rafael Huertas. Pues ahí están, con todo el desgarro de la cárcel mental y el encierro físico.