Voy a subir a mi columna algunos relatos con recuerdos de mi niñez. Son estampas de mi vida que sin ser necesariamente correlativas, son reflejo fiel de mi infancia. Ya en esta Web puse uno de esos recuerdos titulado “¿Un mensaje del más allá?” que podrán leerlo si les apetece, buscando entre los textos que figuran a mi nombre.

I

(Diciembre de 1950)

TERREMOTO

Ocurrió tan de repente, que las personas que estaban en el paritorio quedaron sobrecogidas.

Terror, impotencia y angustia…

El seísmo hizo que las patas de la cama repiquetearan sobre un suelo inestable y los gritos de la parturienta quedaron en suspenso. La comadrona se abalanzó sobre la criatura, que ya pugnaba por salir, en un intento de protegerle. Trozos del techo cayeron sobre ella y la habitación se oscureció con una nube de polvo.

Al fin reinó el silencio. Un silencio colmado de esperanza, mientras los cuerpos transpiraban exhalando el indefinible olor del miedo. De repente, el llanto de la vida. El bebé acababa de nacer insertando un punto final a la tragedia y la muerte se retiró vencida ante la formidable potencia de la vida renovada.

 

A las 12:45 del día 27 de diciembre de 1.950, nací entre temblores de tierra y el temeroso desconcierto de los anfitriones en mi fiesta de bienvenida. Como es natural no lo recuerdo, pero debí sentirme indefenso y asustado en un mundo que se mostraba tan hostil.

El destino me deparó una familia encantadora compuesta por mis progenitores, un hermano, una hermana y una bondadosa abuela, madre de mi padre. Mi abuela, viendo cómo se estremecía el mundo y llevada por fecha tan señalada, Navidad, pensó: «Este niño será importante. Además de los espasmos y dolores de parto de su madre, la tierra tiembla ante su venida».

Ella estaba convencida de que con mi advenimiento habría un antes y un después en la historia de la humanidad. ¡Pobre ilusa! En su amor de abuela no entendía que, salvo un hecho aislado producido en Belén hacía veinte siglos, las únicas personas con poder para influir en la vida del hombre son aquellas que aparecen en el seno de familias acomodadas.

Por supuesto yo no soy omnisciente y, por lo tanto, no podría haber sabido los pensamientos de mi abuela y aún menos siendo una criatura recién nacida. Pero ella los recordaba unos años después y hacía referencia a ellos con frecuencia. Lo que sí recuerdo es el olor a yeso que desprendía mi padre, humilde y digno obrero de la construcción.

Si alguno de nuestros sentidos nos lleva a experiencias pasadas, ese es el del olfato. Los dos olores que siempre me retrotraen a mi más tierna infancia son los del yeso y el lácteo y cálido aroma de un pecho de mujer en época de cría. Ambos tienen la virtud de hacerme recordar con vaga certidumbre, mis primeras experiencias en la vida.

Durante los tres o cuatro primeros meses percibía algo de la realidad que me ensimismaba. Por eso siempre estaba inmerso en mis sueños y sólo me esforzaba en contactar con la evidencia del hambre. A Pablo, un inquilino al que mis padres cedieron una habitación, le gustaba darme el biberón porque le hacía gracia la manera en que me alimentaba: soslayando el esfuerzo de estar despierto.

Mi abuela pensaba: «este niño dará que hablar. ¡Distingue lo importante de lo accesorio! Siendo tan pequeño, él sabe que es más realizador nuestro interior que la banalidad del entorno». Tal vez fuese así. Lo que es seguro es que la vida siempre me ha parecido cosa banal desde mi perspectiva de persona sencilla, sin privilegio social alguno.

Desde ese punto de vista mi personalidad se ha fraguado en la percepción de una mentira: la artificialidad de una sociedad ajena a todo lo importante. Una sociedad que reglamenta nuestras vidas según los parámetros ideados por las clases dominadoras. Una sociedad en la que impera el obsceno atropello de los derechos sobre la mayoría del pueblo o, como dirían ellos… ¡De la chusma!

A los pocos días de mi nacimiento se dignó aparecer Doña Amalia, la señora de la casa en la que mi madre trabajaba de limpiadora y cocinera, con la excusa de conocerme. Tuvo la gentileza de hacerme un regalo magnífico: un escapulario con la instrucción de que lo llevase siempre colgado del cuello, para que Dios me identificase como su hijo y me protegiera.

—Carmen —le dijo a mi madre—, estas criaturas tan desvalidas son una atracción para el demonio. No le quites nunca el escapulario y bautízalo cuanto antes, no sea que se muera sin estar en gracia de Dios.

—Sí, señora. Haremos como usted dice.

—Y cuidado con llevarle a bautizar con harapos como siempre soléis vestir —advirtió Doña Amalia—. ¡Ante El Señor hay que presentarse con dignidad! Cómprale un faldón de cristianar sencillo, pero de alta calidad, aunque tengas que prescindir de otras cosas menos importantes.

Mi madre asintió en silencio, mientras pensaba que aquella horrible mujer sólo hablaba de banalidades. ¡Qué prescindiera de otras cosas menos importantes! Mejor debería interesarse por nuestra precaria situación económica y nos ayudase, según le dictara su alta convicción cristiana.

—¡Ah! Otra cosa —dijo desvelando la verdadera intención de la visita—. ¿Cuándo vas a reincorporarte? Necesito que vuelvas a ocuparte de la cocina, que ayer María quemó el cordero en el horno. ¡En cuanto tú vuelvas la mandaré a su pueblo con su madre! Cuento con que mañana ya puedes venir, ¿no? —añadió la señora, con un acento que no permitía réplica

—Sí, señora —respondió mi madre—. Es que pensaba estar una semana dándole el pecho…

—De eso nada, hija… —interrumpió con rotundidad— Te ordeñas cada mañana y que la abuela se ocupe de alimentarlo. ¡Que yo al día siguiente de mis partos ya estaba haciendo mil cosas!

Mi madre volvió a asentir, mientras pensaba que aquella mujer lo tenía muy fácil. Incluso contrataba a nodrizas para que le dieran la teta a sus hijos.

Doña Amalia se levantó, echó una mirada de desagrado al entorno y se apresuró a salir de la casa de mis padres, no sin antes insistir a mi madre que la esperaba, sin falta, al día siguiente bien temprano.

 

Éste soy yo y así os lo cuento. En estas historias me desnudaré ante mí mismo, con la esperanza de que otras personas las lean y, acercándoles a su propia memoria, se vean reflejadas en la sencillez de mis experiencias.