Héctor Gutiérrez era el supervisor principal de la seguridad en el turno de noche y de él dependía el buen funcionamiento de los sistemas. En todo el país existían innumerables centros como aquél. En ellos se hallaban recluidas las adolescentes escogidas por el régimen, para ser inseminadas de manera artificial con genes manipulados a fin de conseguir la pureza de la raza.
Sólo aquellas jóvenes tendrían el privilegio de ser madres y para ello el sistema chequeaba a todas las niñas desde la más tierna infancia. Las que no pasaban el estándar que los ideólogos del régimen habían prescrito, eran esterilizadas.
Héctor odiaba aquel estado de cosas. Ansiaba volver a la democracia que conoció cuando era joven antes del año 2055, sin embargo, no estaba en sus manos la posibilidad de cambiar aquel aberrante régimen nazista. Pero sí decidió ayudar a una pareja de jóvenes enamorados y aquella noche de luna nueva fue la escogida para facilitar la huida de Ester Zenobia.

En aquella sala de paredes y suelos grises de hormigón, Héctor realizaba su tarea de control. Se hallaba sentado en una incómoda silla de hierro en cuyo asiento había colocado un cojín, para hacer más llevaderas las tediosas noches en un entorno desangelado, cuando no deprimente. Había poco mobiliario y casi todo el espacio estaba dedicado a las instalaciones audiovisuales.
Frente a él, en una pantalla gigante, se sucedían cada veinte segundos las secuencias de las ocho cámaras en multiplexación. Vigilaban desde los ángulos contrarios los perímetros del muro exterior y el de la edificación principal, mediante la división del tiempo y la alternancia entre todas ellas.
Dispuestos sobre una consola, ocho monitores recogían las imágenes fijas de los enclaves interiores más sensibles para la seguridad y una novena enfocaba el frontal del portón que daba acceso al complejo. Un enorme panel repleto de luces multicolores y gráficos tridimensionales controlaba los sensores de movimiento, peso, presión y vibración, instalados en las zonas comunes del interior del edificio.
En circuito aparte, accionado desde aquel puesto de vigilancia, todas las habitaciones estaban dotadas con mayas de infrarrojos en puertas y ventanas. Se mantenían conectadas desde las nueve de la noche a las siete de la mañana, para evitar el tránsito al exterior durante esas horas. Así se aseguraba el confinamiento de las jóvenes, que languidecían ante la represión de sus instintos naturales.
Sensores de gas y contra incendios completaban la seguridad de todas las instalaciones.
En el lateral izquierdo, tres pantallas recogían los datos simultáneos de identificación del personal autorizado a internarse en las áreas restringidas. El sistema detectaba, chequeaba y reconocía la huella dactilar, la voz y los detalles de la retina. Estos tres parámetros se comparaban entre sí y, si alguno de ellos no coincidía, saltaba la alarma.
Aquel sistema era seguro. Evitaba que un intruso utilizase la voz grabada o la amputación del dedo anular o del globo ocular, pretendiendo realizar una suplantación. También detectaba anomalías en las constantes vitales de manera que hacía imposible extorsionar a una persona autorizada, ya que detectaría la tensión que el miedo hiciese aflorar a su voz. El Estado no había escatimado medios para proteger el mayor tesoro que el régimen tenía: la materia prima para fabricar hombres de raza pura, para gloria de la patria.

Ester se despertó sobresaltada a las dos de la madrugada. Había tenido una pesadilla que le hacía estar asustada por la aventura que emprendería dos horas después. Pensó que era la premonición de su fracaso. Un presagio de lo que acontecería si fallaban en el intento.
«La puerta se abrió y un hombre de bata blanca y gafas de concha con alta graduación se le acercó amenazante con una jeringa. Con voz que resonaba ronca y extrañamente ralentizada le decía “¡Nos has traicionado! Con esta inyección quedarás estéril y serás destinada a un cuartel para el divertimento de los oficiales. ¡Ejercerás de prostituta hasta que se cansen de ti y te peguen un tiro!” Por efecto de la graduación los ojos se le veían enormes y de sus retinas grises emanaba una maldad que a Ester la estremecía.»
Despertó horrorizada. No podía despejar de su mente la imagen del hombre de la pesadilla y se esforzó en recordar a Wilson Machado, el joven cuya mirada derramaba fuego cuando se posaba sobre ella. Repitió a media voz el nombre de su amado y poco a poco fue relajando la tensión de sus nervios. «¡Le quiero tanto! —se dijo— Pronto estaremos juntos y a salvo fuera de este país infectado por la locura y la opresión.»
Ambos sabían el riesgo que afrontaban si decidían verse al margen de los controles establecidos, pero aun así se las habían ingeniado para comunicarse con discreción. Decidieron huir juntos de aquel Estado represivo e inhumano, con la ayuda imprescindible de un hombre bueno. Con la ayuda de Héctor Gutiérrez.
***
Wilson y Ester se conocían desde la niñez y ya entonces sentían una atracción especial. Cuando llegaron a la pubertad fueron separados y ambos sentían que agonizaban en la distancia y que morían sin morir, para su desesperación. Desde entonces añoraban estar cerca. Deseaban intercambiar miradas cómplices y, a ser posible, musitar un simple te quiero o alguna esporádica y furtiva caricia.
Ya antes de la reclusión de Ester se saludaban sin un beso. Sin estrecharse en un abrazo. Sólo se permitían un simple hola que abarcaba todo un mundo de deseos, ternura y pasión. Así era la relación de los enamorados en aquella gris y reprimida sociedad, en la que no cabía la privacidad y el amor.


El peligro acechaba con ojos y oídos electrónicos. Wilson Machado lo sabía, pero aceptaba el riesgo de ser descubierto y llevado a un centro de reciclaje ideológico o, incluso, perder la vida. Sabía que no le era permitido relacionarse con el sexo opuesto, si no lo dictaminaba el sistema. Pero supo que aceptaría lo que le deparase el destino, cuando desde la distancia le declaró su amor a Ester y decidieron escapar de su país con tal de estar juntos.
Héctor les entregó un cronómetro a cada uno idéntico al suyo propio, sincronizados los tres. Deberían seguir puntualmente las instrucciones que les había impartido: a las cuatro en punto Wilson correría hasta el muro y treparía con una ligera escalera telescópica que llevaría consigo. A horcajadas sobre el muro, la recogería y la desplegaría al otro lado para posibilitar la subida de Ester.
A las cuatro y treinta segundos Héctor desconectaría el circuito de mayas infrarrojas. Ester saldría de la habitación al jardín, correría hacia el muro, subiría por la escalera y, una vez los dos juntos, la volverían a colocar sobre el muro exterior.
Ya en el suelo correrían hasta llegar a los arbustos, pasados los treinta metros de calvero alrededor del recinto. En total dispondrían de dos minutos, que juzgaron suficiente para llevar a cabo la maniobra.
Todo fue tal como lo planearon, hasta que Ester salió al exterior y se percató de que dos soldados ociosos paseaban por el jardín. Se tiró al suelo entre los rosales y agradeció ir vestida de color oscuro. Se mimetizó entre las plantas y esperó con la respiración suspendida.
Miró al punto del muro por el que debía escapar y vio cómo Wilson se tumbaba sobre el muro y quedaba quieto, con la esperanza de no ser descubierto. Por fortuna la noche era oscura y aquel tramo estaba poco iluminado, pero la angustia de que le descubrieran golpeó a su ánimo con brutal contundencia.
El tiempo corría impasible a la angustia de los dos enamorados. El pulso se les aceleró y a Ester le pareció que su aliento emitía un ruido tan atronador, que no entendió cómo no fue oído por los militares, que al fin se perdieron tras la esquina.
Wilson corrió a ayudar a Ester y, sin tiempo, olvidaron toda precaución haciendo sonar los guijarros del sendero. Apremió a Ester a subir la escalera y le siguió él hasta encaramarse sobre el muro…
Las sirenas saltaron y un tropel de botas militares se dejó oír sobre la grava del extenso jardín. Wilson desplegó la escalera y la afirmó sobre el muro en su parte exterior. Grandes focos iluminaron todo el perímetro y se oyeron ráfagas de metralleta que acabaron con la vida y los sueños de aquellos inocentes enamorados.
Héctor enfocó la cámara exterior sobre el punto en el que se consumó la tragedia. Él no sabía cómo había fallado en sus cálculos y el peso de la culpa le oprimió el pecho hasta dejarle sin aliento. Con los ojos anegados en lágrimas y reprimiendo un sollozo, activó el zoom y contempló cómo en un último estertor Ester se abrazaba al inerte cuerpo de Wilson, mientras esbozaba una dulce sonrisa.
Héctor pensó que aquellos jóvenes habían conseguido escapar de su triste destino y eso fue un bálsamo para su conciencia. Una feliz eternidad se abría ante ellos. Al fin eran libres para amarse más allá de la muerte.