(Viene de: SUEÑOS PREMONITORIOS – desafiosliterarios.com)

 

SUEÑOS PREMONITORIOS

II

 

¿Dónde está la inaprensible,

la transparente raya

que señale la separación

entre la realidad y los sueños?

¿Qué lado de ese confín

encierra la experiencia vivida

y cuál la vivencia soñada?

Quizás no exista esa frontera.

Tal vez la razón y el delirio

sean parte de la misma sustancia,

que se entremezclen y unifiquen

como se unen el cuerpo y el alma.

***

El Sol lucía ya, con sus rayos leves y anaranjados, sobre las azoteas de las casas. Era el primer día de vacaciones y nos centramos con alegría en la tarea de hacer las maletas. Si los viajes ofrecen un punto de aventura, la ilusión es mayor si se gozan después de años sin hacerlo. Además, nos atraía la idea de pasar un tiempo en la naturaleza, lejos del trajín de la costa en plena época turística. De modo que, mis hijos, Candi y yo, enfilamos contentos la carretera, ante la promesa de vivir sucesos inolvidables. Muy pronto dejamos de lado las pesadillas de la pasada noche, que se perdieron en las brumas del olvido.

La ruta que va de Granada a Jaén, desde el puerto Carretero hasta La Guardia, serpentea por una hondonada que el río Guadalbullón, con el tesón secular de sus aguas, excava sin descanso. Ese valle se sitúa entre los montes de sierra Mágina y crea un paisaje de gran belleza. Es un paraje abrupto que fue confín del reino de Granada y en él aún se guarda el eco de gestas heroicas y leyendas fascinantes, que nos mueven a la fantasía.

Aquella mañana transité por el lugar sin prisa, no sólo por sus acusadas curvas, sino por el placer de contemplar el paisaje. Lo veía como un avance de las maravillas naturales que nos esperaban al final del viaje. Nuestro plan era estar quince días en la casa de mis suegros, en Jaén, y otros quince en la sierra de Cazorla.

Mis hijos y yo, según solemos hacer cuando viajamos, hablábamos sobre la historia y la geografía de la región, así como de la fauna y la flora que se divisaba desde el coche. A los tres nos atraían los olivos que, en hileras, subían por los repechos en ocasiones tan empinados, que parecía un desafío a la gravedad. Nos cabía la duda de si se les podían varear sus ramas, sin el riesgo de caer entre nubes de tierra amarilla. Tierra seca y calcinada, en ese día, por el Sol de agosto.

Mientras tanto, Candi se mantenía callada. Durante ese tiempo permaneció abstraída en sus pensamientos, que le hacían ignorar nuestra animada charla. Al fin, con semblante preocupado, nos confesó el motivo de su silencio:

Hacía más de un mes que debió tener la regla y temía estar embarazada. No queríamos traer a otro hijo, pues teníamos una niña de catorce años y un niño de casi trece y, una vez alcanzada la pareja, creíamos que ya era suficiente. Además, fuimos padres muy jóvenes y queríamos disfrutar de tantas cosas a las que habíamos renunciado… Sin embargo, sensibles a la alegría de los niños, nos hicimos a la idea y pronto vimos con agrado aquella posibilidad.

Aún no habíamos entrado en las calles de Jaén y nuestro gozo era ya patente. En verdad no se podían empezar mejor las tan ansiadas vacaciones de aquel año.

 

***

El día veintidós de marzo de mil novecientos ochenta y cinco, nació mi hija Elena.

Era una cría vivaz. Tenía el pelo negro, la nariz respingona y la piel sonrosada. Su cuerpo era grácil. Sus ojos, color azabache, miraban hondos, como si ya juzgasen sobre las imágenes vagas que recibían. Una riada de orgullo colmó mi pasión de padre, hasta el punto de pensar que aquella niña era el ser más perfecto jamás concebido. Nunca me sentí así, al menos que yo recordara, aunque debió sucederme lo mismo en el nacimiento de mis otros hijos. Creo yo que el tiempo difumina los recuerdos, por lo que se agiganta lo cercano y se menguan las vivencias del pasado. En fin, tal vez mi madurez me hizo medir, de modo más cabal, el valor de la paternidad.

Sea como fuere, yo estaba seguro de que aquel era el día más feliz de mi vida. No veía el momento de llevarla a casa y gozar de ella noche y día, sin el freno odioso de las normas hospitalarias. Y por fin llegó la hora en que les dieron el alta, pasaron sólo tres días, pero a mí me parecieron semanas.

La llegada fue confusa, movida y ruidosa. Como enjambre en un panal, acudieron a recibirnos amigos y familiares. Y asistí ufano al teatro que se da en estos casos: que si «tiene las orejitas de su mamá»… Que «la naricita es como la de su papá»… «¡Tiene la mirada del abuelo!»… y otras frases por el estilo que, aunque manidas, siempre se suelen decir en estos casos. ¡Menos mal que en este mundo todo se acaba! No es que no les agradeciera sus atenciones… Era que mi niña iba de brazos en brazos, reprimiendo mis deseos de disponer de ella, sin tiempo ni medida.

Pero llegó la hora de encarar la realidad y procedí a armar la cuna. Fue cuando recordé las pesadillas de la madrugada de aquel día uno de agosto. Las reviví con el mismo detalle con que las percibimos casi ocho meses antes. Me pareció chocante que en todo ese tiempo nunca habían rondado por mi mente; sin embargo, aún yacían ocultas en un rincón de mi cerebro, como si esperasen algún indicio que me hiciera recordarlas.

La señal que despertó mi memoria fue de lo más trivial: la cuna no cabía junto al lateral de la cama en el que solía dormir Candi, por lo tanto, la tuve que montar en el otro lado. Así que, con el fin de que la niña pudiera estar junto a la madre, debimos cambiar de sitios mi mujer y yo. Ese cambio coincidía con uno de los hechos que más nos extrañó en las pesadillas: a partir de ese día seríamos tres en la alcoba y ocuparíamos los espacios que habíamos soñado. La concepción de mi hija no la previmos, por lo tanto, al igual que la de Gandhi, la venida de Elena fue inesperada. Además, por si aún nos quedaban dudas, con la llegada del bebé y su lógica incontinencia, se desveló el enigma más raro… ¡La mancha de orina!

¡Por fin! Después de más de siete meses en el olvido, se despejaban los enigmas. Fue con estas bases por lo que concluí que las pesadillas fueron una premonición del nacimiento de mi hija. Una señal, tal vez reglada y regida por no sé qué amo del destino. Esta idea me inquietó. Temí que en un cósmico lugar, desde un sitio oculto, algún ente misterioso se divertía jugando con nuestros genes. Un ser que regla con su capricho nuestro sino, husmeando en nuestras mentes.

Pero aún hay un detalle que no sé encajar: al parecer, Gandhi suplía en el sueño a mi hija Elena; sin embargo, no me complace reducir a un símbolo la figura de ese gran hombre. Para servir tan sólo como señal, bastaba con algún extraño. Con una sombra sin rostro, cuyo porte me sugiriera la presencia de un ser junto a mi mujer, habría sido suficiente. Pero ya que no fue así, ¿habría algún motivo?…

¿Qué sentido podría tener la «superposición» del espíritu de Gandhi y el cuerpo de mi hija?… Esta cuestión, ajena a mi voluntad, no deja de martillar mi mente ya cansada.

Quizá me falle la lógica como pasa en los sueños, o… ¿Tal vez esté ahora soñando? Sé que es tan verosímil el que esté escribiendo este relato, como que me despierte de pronto y los papeles se borren en la nada, como si no los hubiese escrito. Pero mis sentidos son tan firmes y claros, que doy fe de estar despierto. Sin embargo, siento la desazón que me produce, a causa de mi ignorancia, la falta de respuesta a este enigma.