Se acerca la noche. Durante toda la semana ha estado cayendo una lluvia torrencial que sigue calando en mi corazón.

Llevo siete interminables días con sus noches sin poder levantarme de la cama. Las piernas no me sostienen. El estómago lo tengo cerrado y apenas intento comer algo las nauseas me acosan sin piedad.

No quiero seguir viviendo. ¿Para qué? Si me faltas tú, hasta el aire me sobra. Recuerdo la última vez que estuvimos juntos. Te metiste en la ducha. Yo miraba a través de la mampara empañada tu cuerpo perfecto. Me desnudé y me colé por una pequeña rendija, soy tan poquita cosa que quepo por cualquier grieta. Tenía frío y me abracé a ti bajo el agua tibia con la que te gusta ducharte. Mi cuerpo siempre tiene frío y a mí el agua me gusta muy caliente, aunque con el calor de tu cuerpo esperaba tener suficiente.

Tu cuerpo que olía a gel de chocolate y menta despertaba mis sentidos. La espuma corría por tu piel para colarse por el sumidero. No soy tonta. Tu amor se había ido por el desagüe de la rutina hacía mucho tiempo. Pese a ello, yo lo seguía intentando todos los días. Y todos los días era rechazada con suaves palabras de esas que duelen más que una bofetada.

—Cielo, tengo prisa. ¿Hay café? —me dijiste apartando mis manos de tu cintura.

Salí como todas las mañanas  mezclando mis lágrimas  con el agua de la ducha. Como todas no. Aquella mañana iba a ser la última que soportaba aquella humillación.

En vez de prepararle el café le preparé la maleta… llevo una semana esperando que un soplo de calor entre en mi helado cuerpo. La vida se fue con él.