Hace mucho tiempo, tanto que las calles no se vestían aún de asfalto, tanto que ni el marqués de Sandwich había popularizado con su ingesta los famosos emparedados, existía un reino que sufría insistentemente los intentos del reino vecino por ser conquistado. Nada nuevo bajo el sol. Todos los habitantes del reino asediado arrimaban el hombro cada vez que la amenaza de la invasión se cernía sobre sus cabezas. Todos menos uno, el cocinero. Era un cobarde. Mientras los demás luchaban a las órdenes de su rey, él se escondía en la olla más grande de su cocina. El monarca perdonaba su cobardía porque era un excelente cocinero, el mejor de la comarca, y nada mejor que celebrar las victorias con los manjares que para esas ocasiones preparaba.
Nuestro cocinero, ni que decir tiene, era una persona solitaria. Nadie le quería por su cobardía. En su soledad, sin nada más que hacer, no hizo más que perfeccionar su oficio. Un día, los invasores destrozaron las defensas del reino y entraron en la ciudad sembrándola de muerte y desolación. Cientos de prisioneros se hacinaban en las mazmorras del castillo mientras los vencedores torturaban y violaban a placer. Cuando encontraron al cocinero cobarde escondido en la enorme marmita de la cocina principal les hizo tanta gracia que le perdonaron la vida, de modo que ahora pasaría a cocinar para el rey enemigo. El cocinero respiró aliviado pues no solo había salvado la vida sino que además no le habían torturado. Se esmeró, pues, en preparar un banquete suculento para los vencedores.
Nada más y nada menos que quinientos de los mejores guerreros del rey enemigo festejaron esa noche la victoria en su nuevo castillo. A la mañana siguiente, todos habían muerto, el cocinero se había hecho con las llaves de las mazmorras y había liberado al rey y a lo que quedaba de su ejército, suficiente para recuperar el reino.
Faltaron medallas y honores para condecorar al cocinero valiente. El premio que más le extrañó fue el de su temprano y bien remunerado retiro, lejos del castillo del rey.